Las regiones de relieve accidentado han sufrido históricamente deficiencias en sus vías de comunicación. Curvas y puertos de montaña alargan los trayectos y las distancias entre poblaciones. Buena parte de la provincia de Teruel sufre este problema, tratando de paliarlo para que no suponga un grave obstáculo a su desarrollo. Se reivindican nuevas autovías, ensanchamientos y mejoras en las carreteras autonómicas, y se recibe con satisfacción el asfaltado de pistas forestales o agrícolas.
Sin embargo, la valoración global del impacto que una nueva carretera tiene en el territorio requiere considerar varios aspectos. A veces se olvida el hecho, obvio, de que esta tiene un carril de ida y otro de vuelta. Una buena carretera facilita la llegada de turistas e inversiones, y los viajes de los habitantes de pueblos apartados a la cabecera comarcal donde se prestan servicios. Pero asimismo permite que el maestro de un pueblo no sea vecino del mismo; que un agricultor se vaya a vivir a la capital y continúe trabajando desde allí sus tierras; que las compras no se hagan en la pequeña tienda local sino en el hipermercado de la capital… Nada de esto contribuye al desarrollo de los pequeños pueblos unidos por esa “buena carretera”.
El segundo aspecto que hay que sopesar es el impacto ambiental. En muchas zonas montañosas de Europa se construyen carreteras adaptadas a la topografía, con incontables curvas y puertos, pero con todas las medidas de seguridad: firme de calidad, guardarraíles seguros, magnífica señalización horizontal y vertical. En España es frecuente que las carreteras de montaña se mantengan en condiciones penosas durante décadas, y cuando por fin se arreglan es para modificar drásticamente su trazado, invirtiendo enormes cantidades de dinero en movimientos de tierra desmesurados que producen un impacto visual y ambiental inaceptable.
La clave del equilibrio entre beneficios y perjuicios está probablemente en un diseño de la obra ajustado a las condiciones del terreno y a las necesidades reales de sus potenciales usuarios. La carretera de Villarluengo a La Cañada de Benatanduz, recientemente mejorada, es un buen ejemplo de cómo un modesto ensanchamiento (sin cambio de trazado), una mejora del firme y una correcta señalización hacen que una carretera de montaña tortuosa gane sustancialmente en seguridad y comodidad con una inversión y un impacto ambiental pequeños.
En el lado opuesto, la nueva carretera entre Aliaga y Pitarque es el paradigma del despropósito. Para empezar, la vía nace directamente de la nada; el viajero vadea el río Guadalope, o lo cruza por un puente angosto, para encontrarse de repente una calzada de 8 m de anchura. Siguiendo el trazado de antiguas pistas forestales, salva con un par de curvas cerradas y de gran pendiente la subida a la loma de La Lastra, sobre un terreno inestable en el que se han producido ya varios desprendimientos. Alcanzado el altiplano, se torna una vía rápida, en la que no se han escatimado movimientos de tierra para conseguir un trazado propio casi de una autovía. El impacto es tremendo en el páramo calcáreo y en el hermoso paisaje de bosquecillos y pastizales de Los Masegares, que la ruta atraviesa como una herida abierta. Finalmente, el espejismo de velocidad se desvanece de repente cuando el viajero afronta la escabrosa bajada a Pitarque: un desnivel de 500 metros en una distancia de 2 km en línea recta, que la carretera salva mediante 12 curvas de ballesta inverosímiles, con una pendiente sostenida en torno al 10%. Una auténtica trampa para cualquier conductor incauto que en los kilómetros anteriores haya podido imaginar que conducía por la Autovía Mudéjar. En definitiva, una obra costosa, muy poco respetuosa con el paisaje e insegura.
JOSE LUIS SIMON GÓMEZ