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Laguna de Gallocanta, durante la sequía de 1989. Fotografía de Vicente Aupí |
Nos alarma el flujo de las noticias. Cuando oímos la radio al
desayunar, leemos el periódico durante el almuerzo, vemos el telediario al
comer, sin olvidar nuestros devaneos por las redes sociales, y confluye en
todos los medios una noticia negativa, ésta nos asusta. Así ocurre nuestro
desaliento en los momentos de las olas de incendios forestales, de los daños
generados por lluvias torrenciales, de determinada guerra que se publicita -obviando
el sinfín de conflictos que asolan el Planeta y que no tienen hueco en las
informaciones que recibimos- o por la sequía -¿consecuencia del cambio
climático?- objeto de las reflexiones de hoy.
La provincia de Teruel está preocupada porque los agricultores
andan sembrando los campos polvorientos, donde las heladas terminarán de quemar
los trigos y las cebadas que sobresalen raquíticas de una semilla que no ha
encontrado el tempero ideal para germinar. Los pueblos temen la llegada de un
verano en el que las reservas de agua no se hayan recuperado y tengan que
recurrir al suministro de autobombas. Acudimos al embalse más cercano para contemplar
sus niveles “más bajos de la historia”, olvidando que hace veinte años su nivel
dejaba ver las ruinas de las casas y campos inundados, que hoy todavía no vemos.
Es cierto que sufrimos un ciclo muy seco, y que nos ha
llegado cuando apenas no nos habíamos recuperado del anterior. ¿Es causa del
cambio climático antrópico, generado por el incremento de CO2 en la
atmósfera, cuyos niveles se atribuyen a la quema de combustibles fósiles,
generada por nuestro modelo de desarrollo industrial imperante desde el siglo
XIX?
Hace apenas unos años, en la presentación del libro “El General Invierno y la Batalla de Teruel”, su autor, Vicente Aupí, exponía datos
sobre ciclos del clima de Teruel, con picos de extremo frío y de periodos
secos, lo que nos hacía reflexionar sobre nuestras impresiones basadas en la
memoria más inmediata, en ocasiones alejadas de la realidad.
No sufrimos el frío igual que antes, pues nuestras casas
están más aisladas, nuestra actividad no está tan ligada a la obligación de permanecer
a la intemperie, incluso disponemos de prendas térmicas que nos protegen. La
mayor parte de la población vivimos en las ciudades y el medio urbano nos
separa del contacto directo con nuestro entorno natural.
En cuanto a la sequía, la disminución de precipitaciones, que
se ha producido en otros momentos no muy alejados, actualmente nos afecta más
porque hemos elevado la línea de los requisitos de servicios básicos de nuestra
calidad de vida cotidiana. Podríamos hablar de que el abandono rural ha generado
una expansión de la vegetación, que también consume agua y disminuye la recarga
de los acuíferos -este hecho está contrastado con datos en el Pirineo, como nos
relató en la primera Charla de Sollavientos el Dr. Nicolau, profesor de
Ecología en la Universidad de Zaragoza -. Que nuestro modelo de desarrollo gasta
más agua en el siglo XXI, lo podemos ver nosotros mismos, comparando el consumo
actual de nuestra vivienda con el de hace treinta años. El agua es un recurso básico
escaso. El hecho de que siempre brote al abrir el grifo de la casa nos ha hecho
olvidar su procedencia y origen. La facilidad con que accedemos a ella y su
relativo coste económico, creo que nos hace
minusvalorar su importancia, muy distinta al valor que le otorgaban nuestros
abuelos cuando debían ir cada día a la fuente a buscarla; hemos perdido la
conciencia de la necesidad de cuidarla. La ciudad también nos hace olvidar la
procedencia de los servicios ambientales que recibimos de la naturaleza y que
son esenciales para sobrevivir.
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Alrededores de Aliaga. Fotografía de Gonçal Tena. |
Tampoco hemos de olvidar que el clima ha sido causa a lo
largo del tiempo de cambios demográficos originados por la movilidad. Cuando
fuimos nómadas nuestros desplazamientos
estaban asociados en ocasiones a rutas de ida y retorno al compás de las
estaciones; otras veces, a la necesidad de buscar nuevos asentamientos y
colonizar nuevos lugares, ante las dificultades de seguir habitando el
territorio por grandes adversidades ambientales originadas por el clima. Desde
el Neolítico, las sociedades humanas se
hicieron sedentarias para producir alimentos. El clima siempre ha originado y
origina grandes movimientos migratorios no exentos de conflicto social.
Ciñéndonos a lo local, las sequías han sido causa de ruina de explotaciones
agrarias, que motivó cambios de titularidad y éxodos, y no necesitamos buscar
ejemplos en la historia de otros países. Quizás, los últimos, coincidiendo con el desarrollo
industrial iniciado en el siglo XIX y XX, originaron el gran vacío de amplios
lugares de nuestra geografía.
Pero el incremento del consumo de agua no se ciñe solamente a
nuestra vida cotidiana. El consumo de agua del sector primario podría pensarse
que ha disminuido por los proyectos de modernización de regadíos, que han
logrado una mayor eficiencia al ajustar el consumo a las necesidades de la
planta mediante programas de ordenador. Pero no ha sido así, pues se ha
incrementado la superficie cultivada y la agricultura recurre al regadío
artificial, incluso para cultivos de secano, anteriormente vinculados a un
clima mediterráneo, donde las precipitaciones son muy irregulares (vid, olivo,
trufa…), incluso observamos cultivos de maíz en secanos regados con agua
procedentes de pozos abiertos a acuíferos). En el sector ganadero el agua ya no
sólo se usa para abrevar, las granjas están diseñadas para procesos automáticos
de limpieza que, no sólo han incrementado su consumo, sino también el residuo
que genera, lo que crea grandes problemas en su gestión posterior. En nuestras
vacaciones y ocio incrementamos el consumo y actividades que podrían parecer
inocuas, por poner un ejemplo, como el descenso de barrancos, ¿nos hemos puesto
a pensar en el impacto de orinar en el
cauce cuando éste se masifica? Por supuesto, no podemos olvidarnos de la necesidad de agua de las nuevas
ciudades de vacaciones, macro núcleos urbanos
instalados en la costa y también en algunas zonas de montaña.
En el medio natural observamos muestras de adaptación a las
nuevas condiciones ambientales de un Planeta que está en continuo cambio. Un
ejemplo de la respuesta de algunas especies a la disminución de agua o el
incremento de la temperatura que genera una mayor evaporación y pérdida de
humedad del suelo, es la del pino carrasco (Pinus halepensis) suplantando al pino negral (Pinus nigra) y éste al pino albar (Pinus sylvestris), en los diferentes pisos bioclimáticos que hace unas
pocas décadas ocupaban. En nuestra planificación de cultivos y repoblaciones
deberíamos tener en cuenta que las variables ambientales de nuestro entorno han
cambiado en menos de 100 años, que quizás la situación anterior nunca vuelva y
que estamos obligados a adaptarnos.
Concluyendo, creemos que lo verdaderamente alarmante de esta
situación de sequía, de la que más tarde o más temprano saldremos, es que no
nos está haciendo reflexionar sobre nuestros hábitos en el consumo de este
recurso escaso, el agua. Si nos ceñimos a nuestra conducta doméstica cotidiana,
o a los consumos desde la agricultura, la ganadería, la industria o el sector
servicios vinculado al turismo, tan importante hoy en nuestro país, parece que
el agua fuera inagotable. Y en las soluciones de abastecimiento, seguimos
recurriendo a megaproyectos orientados a la construcción de grandes embalses de
almacenamiento -también con grandes
pérdidas por evaporación y transporte-, y a los trasvases entre cuencas
hidrográficas. Y continuamos olvidando que nuestro entorno natural también es
consumidor y precisa de reservas, del caudal ecológico, para sobrevivir.
Ángel Marco Barea