Teruel es una provincia despoblada y, a su vez, un espacio
de oportunidades para encontrar un lugar donde vivir o llevar a cabo un
proyecto empresarial. A algunos nos gustaría que las iniciativas de
desarrollo se sustentaran sobre la conciencia de la identidad que aporta el
territorio, garantizando la conservación del patrimonio y, por qué no, de las tradiciones.
Cuando hablamos de la Custodia del Territorio no debemos
pensar en un nuevo concepto. Debemos remontarnos a siglos atrás cuando
sobrevivir en él necesitó de un tejido
social no sólo conocedor de los recursos que necesitaba para subsistir, también
precisaba saber cómo gestionarlos para hacerlos sustentables en el tiempo.
Las bases de
ese modelo de organizar el territorio hemos de buscarlas en los pueblos
pastores. Se asientan en la búsqueda del consenso en la toma de decisiones y en
la cooperación entre los habitantes como fuerza con la que acometer los retos
del día a día, en un medio con un clima muy hostil y una orografía difícil,
donde el aislamiento incentivó la necesidad de ayudarse unos a otros. Por
supuesto, no fue un lugar idílico y existían desigualdades sociales, económicas
y de género, que, probablemente, además
de acontecimientos históricos como la última guerra civil, influyeron en que la
gente marchara de los pueblos en busca de una oportunidad en los polos
industriales del país.
A lo largo de la historia estas montañas siempre han
soportado flujos de población: de colonos atraídos por los favores que
otorgaban los fueros a los nuevos pobladores,
de emigrantes que marchaban hacia
lugares donde el clima, la calidad de la tierra y las comunicaciones
facilitaban una vida mejor.
El paisaje ha sufrido hondas transformaciones, con periodos de
máxima intensidad en la ocupación que ha
desforestado el territorio, y periodos
de desierto demográfico que han
favorecido la regeneración de la
vegetación natural.
La competencia para los rebaños de ovejas y cabras en el uso del pasto son los grandes herbívoros silvestres; desaparecen éstos y tras
ellos los carnívoros, como el lobo. Otros animales llegan para ocupar su nicho.
Prosperan pequeñas aves y especies cinegéticas como la perdiz y el conejo;
probablemente muchos invertebrados cuya presencia ha pasado desapercibida porque nadie los ha estudiado.
El último éxodo rural, de mediados y la segunda mitad del siglo XX, ha
despoblado esta tierra y originado cambios en el funcionamiento de los sistemas
naturales. Dejaron de ararse los pequeños bancales en los que no podía trabajar
el tractor, la bombona de butano sustituyó en las cocinas a los tocones de carrasca,
la globalización ha favorecido la importación de madera, etc.,. Estas son
algunas de las causas responsables de un
periodo de máxima expansión del bosque. Bosques de carrasca, quejigos y pinares se espesan con rebrotes jóvenes; un
medio óptimo para vivir el jabalí, el corzo y en las crestas calizas las cabras
monteses.
Una sociedad
con ansias de domesticar, convive con un medio que se asilvestra. Y aquí
surge un conflicto de intereses. La
ganadería extensiva desaparece, la agricultura se intensifica y su productividad depende del uso de
fertilizantes y del trabajo de grandes
tractores con los que, a fuerza de muchas horas y pocas personas, se cultivan extensas superficies dependientes de
las ayudas que aporta la Unión Europea. Nos gusta ver fauna
silvestre y nos duele que nos causen daños en los cultivos. También nos molesta
que nos impongan limitaciones con la
finalidad de conservar el medio natural: al uso de vehículos a motor,
prohibición de hacer fuego para hacer parrilladas de carne, control de acceso a
espacios protegidos, etc
Aparecen proyectos turísticos ante la demanda de una
población urbana que pide espacios silvestres donde recuperar las sensaciones
que la ciudad les roba. Las actividades en torno al turismo no modelan el
paisaje, el hombre deja de actuar como jardinero y la naturaleza explosiona en naturalidad. Esta nueva situación
no es ni mejor ni peor, simplemente es diferente. No siempre entendemos este
paisaje no domesticado. La apuesta por el turismo obliga a acometer infraestructuras como respuesta a sus demandas: destrozar laderas de altas
montañas para extender pistas de esquí o
abrir nuevas carreteras para acceder en vehículo a los rincones recónditos de la sierra, no siempre conscientes
de su impacto ambiental y en ocasiones
con presiones políticas para aprobarlas. No sólo se produce daño
ambiental, también cambios sociales. El nuevo tejido social de nuestros
pueblos, imitando al modelo urbano, suele
desentenderse de actitudes donde la comunidad prima sobre el individuo, dejando
en manos del estado-gobierno la
responsabilidad de su gestión y la indemnización por daños y perjuicios.
Los acuerdos, que antaño surgían en la propia comunidad
rural para administrarse, hoy precisan de la tutela del Estado. Hay una alta
dependencia hacía las ayudas que la Unión Europea ha puesto en marcha para
favorecer la ocupación de territorios
rurales, despoblados y con valores naturales, con la vista puesta en la
necesidad de conservar la amplia red de
espacios naturales NATURA 2000. Recuperar el consenso como compromiso de todos para garantizar estos objetivos constituye la base
en la que sostenerse los acuerdos de Custodia del Territorio, que la normativa
de protección ambiental ha recogido y
que debemos desarrollar para llegar a la meta donde el entendimiento entre
el campo y la ciudad favorezca mantener
vivos estos ecosistemas, hábitats naturales con gran biodiversidad, también un paisaje en el que vemos reflejado el pasado que nos identifica.
Ángel Marco
Colectivo Sollavientos