¿Para qué investigar? ¿Para qué transferir? ¿Para qué divulgar? *
José Luis Simón Gómez
Academia de Ciencias de Zaragoza
Excelentísima Señora Rectora de la Universidad de Zaragoza,
Excelentísimos Presidentes:
de la Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis,
de la Real Academia de Medicina,
de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas, Químicas y Naturales,
de la Academia Aragonesa de Jurisprudencia y Legislación
y de la Academia de Farmacia “Reino de Aragón”;
Ilustrísimos Académicos, señoras y señores:
Las tres preguntas que conforman el título de este discurso no son meramente retóricas ni están colocadas al azar. Son tres hitos en un periplo personal en el que, a mi edad, aún me veo inmerso, que me retan y que me sumergen en frecuentes cavilaciones existenciales. Lo que sigue, ya me perdonarán, no es más que un desahogo para rebajar la presión que me ocasionan.
‘El conocimiento os hará libres’. Tristemente, en pleno siglo XXI, instalados en la era de la tecnología, en una sociedad de la información y el conocimiento que idolatra la ciencia y reivindica su aportación a nuestro progreso y bienestar, aquella antigua máxima ha devenido subversiva. En muchos aspectos, estamos más bien en una sociedad del “des-conocimiento”. A veces, incluso del oscurantismo, visto el predicamento que tienen algunas pseudociencias, con su cohorte de adivinos y chamanes. No sé si decir también del “analfabetismo ilustrado” o de la “ignorancia calculada”, visto el desprecio o la manipulación, según interese, que los poderes políticos y económicos ejercen sobre el saber científico.
Dado que el periplo personal del que hablaba no es lineal, sino tortuoso, y dado que los “hitos” no son necesariamente consecutivos, al preparar esta disertación estuve tentado de abordar las tres preguntas en orden inverso: (i) ¿Para qué divulgar, si en nuestra sociedad la cultura científica es (parafraseando a Gabriel Celaya) ‘concebida como un lujo cultural por los neutrales’? (ii) ¿Para qué transferir conocimiento científico a las empresas o a las administraciones, si para las unas será objeto de usar y tirar, mientras las otras lo desdeñarán en cuanto les resulte incómodo? (iii) ¿Para qué investigar, en definitiva, si con ello no vamos a hacernos ricos ni nadie nos lo va a agradecer?
Conseguí sustraerme a aquella tentación y decidí, finalmente, alejar el discurso de esa vía dolorosa para buscar una senda, un “discurrir”, más positivo y edificante. En todo caso, un ‘discurrir’ siempre desde la humildad de quien frecuenta una muy pequeña parcela del conocimiento científico; de quien siente un enorme respecto escénico al ver, a través de ustedes, académicos y académicas, tantos saberes diversos condensados entre estas cuatro paredes. Disculpen el atrevimiento de tomarles como rehenes para este desahogo, pero en todo caso sepan que el secuestro no se prolongará más allá de 30 minutos.
¿Para qué investigar?
¿Merece la pena dedicarse a la investigación científica, más allá de que sirva para ganarnos la vida? En mi caso, como geólogo, ¿merece la pena explorar los secretos que guarda nuestro planeta, su longeva historia, su dinámica actual? Hace 50 años que respondí a esa pregunta con un ‘sí’ rotundo. Y aun más, 60, que tuve mis primeros escarceos de científico naturalista cuando mi abuelo materno me regaló una lupa, una minúscula ventana desde la que comencé a ver el mundo de otra manera.
Conocer el mayor objeto con el que tenemos contacto directo, la Tierra que nos sostiene, nos cobija, nos alimenta, que ocasionalmente nos amenaza (sí, también) con terribles catástrofes, es un reto fascinante. Muchos científicos llegamos a establecer con ese objeto de estudio vínculos emocionales profundos, en particular con la pequeña parcela de planeta que llegamos a conocer más de cerca.
Investigar es una forma de estar en el mundo. La ciencia es el mejor camino para crecer en el conocimiento de la realidad, aunque sea siempre una construcción inacabada abierta a nuevos interrogantes. Será bueno tener a mano una lupa para observar los componentes minúsculos que conforman la sustancia de lo real, y unos prismáticos de largo alcance para ver más allá del camino que transitamos. Y dedicar a nuestro objeto de investigación toda la potencialidad de nuestra mente, toda nuestra pasión, toda nuestra capacidad de asombro.
¿Para qué transferir conocimiento?
Sentadas estas bases, ciertamente optimistas, pero que conciernen sólo a la dimensión personal de la actividad científica, ¿qué hay de su dimensión aplicada y social? ¿Merece la pena apostar por transferir conocimiento aplicado a la sociedad, a las administraciones, a las empresas?
Mi experiencia personal es que, mientras me he dedicado a temas de investigación ‘asépticos’, amables, como el análisis de pliegues geológicos o de los esfuerzos tectónicos quehan actuado en la corteza terrestre, mi tarea científica ha sido placentera. No tanto cuando he intentado aplicar algunas de esas investigaciones a la prevención de riesgos naturales, como los terremotos o los hundimientos kársticos. Me he encontrado entonces con reacciones muy diversas por parte de la ciudadanía y, sobre todo, de las administraciones y de la clase política, algunas de ellas decepcionantes. Paso a relatarles algunos casos, unos de cal y otros de arena.
En 2008 se conoció el emplazamiento elegido para el nuevo hospital, que casualmente se sitúa en medio de esas fallas, a escasos cientos de metros de una y otra. Enviamos entonces al Gobierno de Aragón un escrito indicando la necesidad de estudiar en detalle la posición exacta de ambos accidentes tectónicos y descartar una posible conexión entre ellos en el subsuelo del hospital. También ofrecimos los resultados de nuestras investigaciones sobre terremotos prehistóricos para que se tuviesen en cuenta en la evaluación de la peligrosidad sísmica de la zona.
Es cierto que la Norma de Construcción Sismorresistente española atribuía (y atribuye) a la ciudad de Teruel un grado de peligrosidad mínimo, y por ello no obliga a adoptar allí medidas de construcción especiales. Cuando se promulgó la actual Norma Sismorresistente, en 2002, no se tenía el conocimiento científico que hoy se posee sobre las fallas potencialmente sísmicas en España. La comunidad científica trata de persuadir desde hace tiempo a la Administración para que las fallas activas sean incorporadas al cálculo de peligrosidad, como se hace en países como Japón, Nueva Zelanda o Estados Unidos. En los últimos años ha habido varios borradores de una nueva Norma, y una fuerte discusión en medios profesionales y administrativos sobre la necesidad de sustituirla o articularla con una directriz europea de corte similar, el Eurocódigo 8. Todo ello ha sido infructuoso, de manera que en la actualidad existe un desfase muy notorio entre los mapas de peligrosidad sísmica generados por la comunidad científica (y por el organismo público competente, el Instituto Geográfico Nacional) y el que contempla la Norma Sismorresistente.
Así las cosas, el único informe técnico redactado inicialmente sobre la seguridad sísmica del hospital se limitó a glosar lo que la ley decía: que en Teruel no hay ningún peligro. En consecuencia, el proyecto prescindió de cualquier medida antisísmica.
En 2012 explicamos de nuevo al Gobierno de Aragón la necesidad de evaluar la peligrosidad del proyecto a partir de la información geológica disponible. Nos ofrecimos a realizar un estudio alrespecto, sin coste económico alguno. La oferta fue aceptada, y en abril de 2013 entregamos al SALUD un informe en el que concluíamos que el terremoto esperable en Teruel con un periodo de retorno de 500 años (el que establece la Norma) tendría una magnitud 5,3 y una aceleración sísmica que podría alcanzar 0,10g (10% de la aceleración de la gravedad). Este último valor es significativamente más alto que el que especifica para Teruel la Norma Sismorresistente (menor de 0,04g).
Esa valoración del peligro sísmico fue, en lo esencial, corroborada por otros informes que el SALUD pidió al Instituto Geográfico Nacional y al Instituto Geológico y Minero. Aunque la Norma no obligaba, las autoridades tomaron conciencia en 2015 de que debía aplicarse el principio de precaución, consideraron que era oportuno introducir medidas de construcción antisísmica y resolvieron modificar el proyecto del hospital. La decisión fue para nuestro equipo una buena noticia. Parece sensato considerar que una instalación estratégica en caso de catástrofe, como es un hospital, debiera contar con medidas de seguridad para hacer frente a cualquier contingencia. También parece lógico que todo el conocimiento científico que exista sobre procesos naturales catastróficos sea tenido en cuenta para prevenir el riesgo. Ese conocimiento científico ha sido, además, generado por investigadores de centros públicos, que perciben salarios y financiación procedentes de los presupuestos públicos, y que han hecho públicos sus resultados.
Aquella decisión del Gobierno de Aragón desató, sin embargo, reacciones políticas. La modificación del proyecto supuso un retraso en el desarrollo de las obras, en un contexto en que ya se estaban acumulando demoras por otras razones económicas y de gestión. El partido entonces en la oposición nos tachó de alarmistas; de “sacarnos de la manga”, en connivencia con el partido del Gobierno, un estudio que sólo era una coartada para retrasar la ejecución del hospital. La prensa y el diario de las Cortes de Aragón recogieron agrios debates entre ambos partidos, en cuyo centro, sin quererlo, nos vimos atrapados quienes simplemente queríamos aportar conocimiento científico a la toma de decisiones. Han pasado más de 10 años, en los que se han turnado en el Gobierno de Aragón los dos partidos mayoritarios. El hospital sigue sin terminarse (estaba prevista su inauguración para 2022; ahora, para finales de 2025); se han acumulado retrasos por las obras de acceso, por la imprevisión de un búnker para las instalaciones de radioterapia… Que se aceptasen nuestras aportaciones científicas hace una década y se modificase el proyecto no parece que sea la causa real de todos esos retrasos.
Sin salir de Teruel, me referiré ahora a una modificación de su Plan General de Ordenación Urbana que está actualmente en trámite. El vigente plan urbanístico data de 1985. El nuevo plan deberá hacer frente a los desafíos de la ciudad en las próximas décadas, aquéllos que tienen que ver no sólo con el esperable progreso demográfico y económico, sino también con la mejora en la calidad de vida de sus ciudadanos. Esto incluye la seguridad para las personas y los bienes frente al peligro de desastres naturales. Las inundaciones de Valencia, de las que justo hoy se cumple un año, han puesto de manifiesto nuestra fragilidad como sociedad ante fenómenos meteorológicos e hidrológicos cuya prevención y gestión son complejas.
La Ley de Urbanismo de Aragón prescribe que la planificación urbanística tenga en cuenta una zonificación de peligros naturales que permita destinar cada pieza del territorio a aquellos usos que minimicen el riesgo. Sin embargo, en el nuevo plan ese aspecto adolece de graves deficiencias. Utiliza mapas del Plan Territorial de Protección Civil de Aragón basados en aproximaciones simplistas y fuentes cartográficas obsoletas o inadecuadas, que dan lugar a graves inconsistencias. No aprovecha el conocimiento científico y la experiencia técnica adquirida sobre el terreno en las últimas décadas. La información y el análisis del medio físico tienen un carácter retórico, y no permiten una aplicación real a la ordenación urbanística.
Esas carencias habrían de subsanarse. Tras elaborar una zonificación rigurosa, Teruel no debería ampliar el suelo urbanizable a las zonas de alta peligrosidad. La Academia de Ciencias de Zaragoza remitió hace un año al Ayuntamiento de Teruel y al Consejo Provincial de Urbanismo sendos escritos en ese sentido. También los colegios de arquitectos e ingenieros de caminos de Aragón han alertado del riesgo que supone la declaración de suelo urbano en zonas inundables. Sin embargo, hasta el momento, no hemos recibido ninguna respuesta.
He mencionado en el caso anterior los deficientes mapas de riesgos naturales en los que están fundamentados los estudios que acompañan al PGOU de Teruel. Quiero detenerme un poco en ellos. Se trata de mapas de peligrosidad sísmica y de inundaciones, de susceptibilidad de hundimientos o deslizamientos del terreno, que han sido gestionados por el Instituto Geográfico de Aragón y están alojados en el portal ICEAragón. Son producto, en general, del cruce de capas de información limitada y dispar utilizando un Sistema de Información Geográfica, con resultados muy desiguales y contradictorios que les restan rigor y credibilidad.
Esos mapas están siendo utilizados por consultores privados al redactar estudios de impacto ambiental o informes para proyectos constructivos, energéticos o mineros, y también por las administraciones públicas para planificar u otorgar autorizaciones. Refiriéndose a los mapas de riesgos, el Plan Cartográfico de Aragón 2021-2024 prescribe que “esta cartografía temática debe ser tenida en cuenta para la elaboración de planeamiento territorial, urbanístico, ambiental, de patrimonio cultural, hidrológico, forestal, de protección civil y de cualquier otra política pública con incidencia territorial”. La Ley de Información Geográfica de Aragón establece asimismo que “la cartografía oficial es de uso obligatorio para el sector público aragonés…” y que “será de uso obligado para las personas interesadas en los procedimientos administrativos que requieran una representación geográfica precisa del territorio”.
La memoria humana es frágil, especialmente la referente a las catástrofes naturales. En nuestra psique profunda tenemos mecanismos de defensa que nos llevan a olvidar las que ocurrieron, en el vano intento de convencernos de que no volverán a suceder. Tapando y olvidando una dolina borramos una pieza de nuestro patrimonio ambiental, un elemento vivo de la dinámica geológica; borramos también una página de nuestra cultura científica, y hacemos a nuestra sociedad más vulnerable.
Sobre un bloque de viviendas situado junto al hipermercado Alcampo de Valdefierro pesa desde hace 20 años una amenaza de ruina por subsidencia del terreno. El caso ha pasado por una enorme maraña judicial, y ha supuesto una tragedia personal para un centenar de familias que, a fecha de hoy, aún no han recibido del Ayuntamiento y la constructora el pago de la indemnización a que ambos fueron condenados por sentencia firme. Resulta elocuente que, tras constatar la amenaza, el rótulo de “Dolina de las Estrellas” que se colocó en la plaza contigua, señalando por su nombre al fenómeno responsable de la misma, fuese pronto retirado y sustituido por el de “Plaza de las Estrellas”.
Llevo dos décadas leyendo proyectos de minería a cielo abierto y de instalaciones de energía eólica, junto a sus correspondientes estudios de impacto ambiental. No ha sido por mi actividad profesional, sino por contribuir, como ciudadano informado, a corregir algunos de los sesgos y carencias que dichos proyectos suelen presentar. He de decir que me siento descorazonado. El conocimiento del territorio que desvelan tanto los estudios ambientales como los propios proyectos mineros o energéticos es asombrosamente pobre. Incluyo aquí los estudios geológicos, geomorfológicos, geotécnicos, mineros, hidrológicos, botánicos o ecológicos. Tanto en su fondo como en su forma, muchos de los documentos que se presentan para obtener permisos de explotación no pasarían del suspenso si fueran trabajos académicos sometidos a evaluación en 1º o 2º curso de un grado universitario. Añadamos a todo ello una circunstancia agravante: las consultoras que realizan tales estudios usan de forma totalmente acrítica los mapas de ICEAragón que he mencionado antes, convencidos de que descargándolos y procesando las capas de información mediante un SIG el trabajo está hecho. Es decir, no sólo obtenemos malos análisis del impacto ambiental o de los riesgos naturales de un proyecto, sino que acabamos creyendo que están perfectos y no cabe hacerlos de otra manera.
Partiendo de tal déficit de conocimiento, difícilmente puede esperarse que los estudios sean rigurosos y prevean con realismo los impactos que el proyecto pueda tener. Son, a fin de cuentas, estudios de parte, pagados por la empresa promotora, y que difícilmente van a llegar a conclusiones incómodas para ésta. Es la perversión que alberga, ya enquistada, nuestra legislación de evaluación ambiental. Pero es que Incluso muchos proyectos mineros, que dependen directamente de un conocimiento geológico por el que las empresas promotoras sí deberían estar interesadas, muestran por éste un desprecio proverbial. Muchas veces parten de datos insuficientes, de concepciones caducas de la geología local, y perseveran en los mismos errores en intentos reiterados de conseguir los permisos. Todo esto me suscita otra pregunta que no he querido incluir en el título del discurso por no abrir otro melón: ¿para qué enseñar ciencia en la Universidad? ¿para suministrar a las empresas privadas graduados fácilmente maleables, a los que se exige una titulación y una firma, pero no el rigor técnico que su capacitación podría ofrecer?
Este panorama que estoy dibujando, y que puede resultar desmotivador para nuestros estudiantes universitarios, quizá no se daría si la Administración tuviese filtros eficaces para evaluar la calidad de los proyectos y la solvencia técnica de las empresas promotoras. Por desgracia, esto no es así. Es preocupante que las administraciones, tanto la que formula la declaración de impacto ambiental como la que concede el permiso de explotación, se muestren tan benévolas con las propuestas que llegan a la ventanilla, y que en las empresas se haya asentado ya la consigna de que “todo cuela”.
Todos estos relatos tienen un nexo común: la lastimosa imprevisión o manipulación de los estudios científicos, propiciada por protocolos y controles administrativos que necesitan profundas revisiones, y también por una falta de cultura científica de muchos de quienes toman decisiones. La contratación de estudios técnicos por parte de las administraciones públicas no siempre tiene objetivos bien definidos y controles de calidad adecuados. Con frecuencia, tales estudios son sólo documentos de trámite elaborados por personas que carecen de formación especializada, mientras se desprecia la aportación que podrían hacer técnicos e investigadores destacados de los propios organismos públicos, incluidas las universidades. En definitiva, las administraciones desaprovechan colosales recursos humanos e intelectuales que están en su propio organigrama.
¿Para qué divulgar?
¿Merece la pena divulgar las ciencias del territorio y del medio ambiente sin más objeto que entretener un rato a niños y mayores? ¿Merecen la pena los museos, los centros de interpretación, los itinerarios de naturaleza, los libros troquelados sobre dinosaurios, los documentales de La 2…?
Los geólogos abordamos hace tres décadas, en Europa y en España, un reto formidable: sacar nuestra ciencia de la opacidad y el desconocimiento social que la lastraba. Se trataba de ir más allá de los tópicos que sí han concitado siempre interés: terremotos, volcanes y dinosaurios. Y creo que, aunque lentamente, ese esfuerzo va dando frutos: existe ya un movimiento de popularización de la Geología, que parte del principio de que cualquier paisaje aparentemente trivial es fuente de conocimiento, que cualquier roca anónima guarda las claves de una parte de la historia de la Tierra. Sólo hay que saber descifrarlas, y para ello, nada mejor que la transmisión oral, personal y directa de los científicos que las conocen. Vías ya consolidadas para el uso divulgativo del patrimonio geológico, en espacios específicos como los Geoparques o a través de eventos como la jornada nacional Geolodía, están contribuyendo a un proceso de “alfabetización geológica” de nuestra sociedad, consiguiendo que las ciencias de la Tierra se incorporen definitivamente a nuestra cultura.Pero hay que ir un poco más allá: se puede conseguir que la divulgación científica sea más que “un lujo cultural de los neutrales”. Que alimente la conciencia crítica de la sociedad; que difunda la ciencia que nos interroga, el saber que nos hace libres; que trabaje por una sociedad del conocimiento en su sentido más pleno.
Sólo una sociedad culta será capaz de elegir su rumbo en estos tiempos revueltos. Sólo una sociedad con criterio y con capacidad crítica sabrá distinguir entre los mensajes útiles y constructivos y los cantos de sirena de quien no tiene más horizonte que los beneficios en bolsa de hoy para mañana. Si la alfabetización científica de nuestra clase política actual parece ardua, quiero pensar que la divulgación dirigida a los niños y a los jóvenes de hoy fructifique mañana en una nueva generación de políticos que sí utilice la ciencia con cordura, y en una nueva sociedad civil que así se lo exija. Por eso, a pesar de todo lo que he contado, mi corolario final quiere ser optimista.
A modo de corolario
Los científicos producimos conocimiento que las administraciones públicas financian pero que, desgraciadamente, muchas veces ignoran. Sería bueno tener más medios materiales para llevar a cabo nuestro trabajo, sí. Pero también que los resultados fuesen tenidos en cuenta, incluso cuando resultan incómodos.
Conocimiento científico es el que permite avanzar tecnológicamente, pero también el que nos hace ser precavidos y no interferir en procesos naturales que nos acarrean riesgos. Igual que la tecnología de un automóvil no consiste sólo en el acelerador y los caballos de potencia, sino también en el freno, el volante y los airbags, el progreso (y el papel de la ciencia en él) no pueden entenderse sólo como una carrera desaforada hacia ninguna parte.
Cada vez es más necesaria una ciencia comprometida, no con el poder y con el crecimiento sin límites, sino con el bienestar real del ser humano; una ciencia que sea parte sustancial de la cultura en una sociedad sabia, no instrumento de dominación de una sociedad anestesiada. En el caso concreto de la Geología, necesitamos una ciencia al servicio de la conservación y defensa del medio ambiente y del patrimonio natural y cultural, y no de su explotación sin medida. Una ciencia que ayude a comprender la dinámica del planeta que habitamos y con el que debemos mantener una convivencia civilizada.
Un ruego final. Por favor, señoras y señores que nos gobiernan y administran: crean en la ciencia, en TODA la ciencia. No la teman, siéntanla útil, y hágannos sentir útiles también a los científicos.
Termino agradeciendo a las Academias aragonesas que hoy celebran este solemne acto haberme dado voz en él. Agradezco a la Academia de Ciencias, y en particular a su presidente, Antonio Elipe, que me propusiera para ello, y le agradezco también que haya apoyado incondicionalmente algunas de las iniciativas de “alfabetización científica de la Administración” que he mencionado durante el discurso. Agradezco a las señoras y señores académicos, distinguidas autoridades y público presente su atención y su paciencia. El secuestro ha terminado; quedan ustedes libres.
* Discurso pronunciado el 29 de octubre de 2025 en el Paraninfo de la Universidad de Zaragoza, con motivo del acto de celebración conjunto de las Academias aragonesas del comienzo de curso 2025-26.