Valle de Santilla (autor fotografía: Gonzalo Tena)
Ángel Marco, Alejandro J. Pérez Cueva y José Luis Simón*
El valle de Santilla, entre Villarroya de los Pinares y Aliaga, es un espacio con una identidad rural, que todavía puede visitarse sin estar contaminado de modernidad. La apertura de una cantera de arcilla pone en riesgo la peculiaridad de su paisaje, la identidad transmitida por una cultura agro-pastoril desarrollada en torno a las masadas.
Tanto el alto Alfambra como el alto Guadalope, territorios sin vocación minera, están viviendo la presión de varios proyectos de minas de arcillas que, de llevarse a cabo, afectarán tanto a la población que habita como al paisaje. Los proyectos suponen un alto impacto social, económico y ambiental.
La propuesta de restauración que plantea la empresa promotora no es creíble ni verosímil. Es verdad que es muy difícil hacer una propuesta de restauración creíble para esta zona sin haber experimentado antes cómo construir un paisaje funcional; quizás este concepto de paisaje funcional es desconocido para los sectores mineros, que sólo miran por el beneficio que puedan obtener de la extracción del recurso minero. Establecer un bosque sobre una escombrera minera bajo un clima tan limitante como el de Teruel, requiere un método con suficientes garantías.
Sobre el papel, los proyectos de restauración que las empresas presentan a la Administración anuncian paisajes con bosques y control de las escorrentías, pero si se visitan las canteras de arcillas en la provincia de Teruel la realidad que se observa es desoladora. Las pocas canteras que hay restauradas, lo están parcialmente y de forma muy básica. La gran mayoría no lo están y, en muchos casos, impactan sobre los cauces fluviales y el paisaje.
Cuando en el EsIA que acompaña al proyecto de mina La Lastra se presenta el paisaje de Santilla como degradado y de poca relevancia ecológica, hay que hacer notar que, efectivamente, nuestros antepasados transformaron drásticamente los antiguos bosques para obtener leña y establecer cultivos y pastos. Pero esos cambios son, en la mayoría de los sitios, reversibles. Y así está ocurriendo, que los quejigares, sabinares, carrascales, se están recuperando ahora que se ha reducido tanto la presión sobre el medio, tras el despoblamiento rural.
Además, no podemos olvidar la identidad cultural del paisaje turolense. Ha habido, sí, una transformación del paisaje, consecuencia de la necesidad de obtener y gestionar recursos escasos, pero llevada a cabo casi siempre de forma armónica y sostenible. El aprovechamiento del agua que proporciona el acuífero multicapa de la Lastra es un ejemplo de ello. Tanto los rezumes naturales difusos (chumarrales, que dan lugar a herbazales muy preciados) como las numerosas fuentes, balsas, pocicos, pozas o abrevaderos construidos a lo largo de siglos son cruciales para la explotación agropecuaria tradicional de las masías.
El sustrato geológico, el relieve de crestones y barrancos y la distribución de los puntos de agua forman un sistema que ha condicionado históricamente el poblamiento humano. Su funcionamiento es el siguiente: los barrancos penetran en la Sierra de la Lastra, dando lugar a fuentes altas, las más caudalosas; en su parte media van cortando los crestones, provocando que éstos generen surgencias difusas por transmisividad lateral y prados. El Mas de Conesa ofrece un buen ejemplo: su localización se beneficia de una fuente, un prado y un microrregadío de balsa, con una acequia que bajaba de la fuente superior.
La conversión de este territorio en un coto minero provocaría una transformación sin vuelta atrás. El inicio de la actividad minera supondría borrar de un plumazo no sólo su pasado, sino también el presente y el futuro de la población que todavía lo habita.
*Colectivo Sollavientos
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