José Luis Simón Gómez (*)
La ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico recibió hace unas semanas una carta que le dirigieron diez entidades científicas. En ella le mostraban su preocupación por el impacto negativo que el megaproyecto eólico “clúster Maestrazgo” tendría sobre el paisaje, la biodiversidad y el patrimonio geológico de esa región. En particular, consideraban dicho proyecto incompatible con los objetivos de conservación de la Red Natura 2000, la protección de los Lugares de Interés Geológico, o la trayectoria de décadas del Geoparque del Maestrazgo (Global Geopark de UNESCO) en la puesta en valor de ese patrimonio.
Entre las entidades firmantes había dos departamentos de la Universidad de Zaragoza (Ciencias de la Tierra, Geografía y Ordenación del Territorio), pero también sociedades de alcance nacional como la Sociedad Geológica de España, la Sociedad Botánica Española, la Sociedad Española de Geomorfología, la Asociación para la Enseñanza de las Ciencias de la Tierra, o la Sociedad para la Conservación y el Estudio de las Mariposas. Se trata, por tanto, de una representación relevante de la comunidad científica estudiosa del medio natural, que solicita al Ministerio la paralización cautelar del proyecto “clúster Maestrazgo” en tanto no se aborde una ordenación racional del despliegue de energías renovables.
La llamada transición energética (reformulada luego, de forma bastante cínica, como transición ecológica) está haciéndose a toque de corneta, guiada por axiomas que parecen no admitir discusión (electrificación total, descarbonización sin renuncia al crecimiento…), pilotada por los mismos agentes económicos cuya ambición ha sobrepasado ya muchos de los llamados límites planetarios. Tal vez desde el punto de vista del empleo pueda estar siendo una transición justa: ahí están las promesas de la economía verde, que las fuerzas sindicales abrazan con entusiasmo. Pero, desde luego, no es justa para los espacios naturales protegidos que se ven asaltados por colosales instalaciones industriales, ni para los territorios rurales que creyeron ver en las políticas europeas una nueva vía de desarrollo acorde con sus usos tradicionales y vagan ahora desorientados.
La transición energética/ecológica tiende a arrogarse una suerte de legitimidad científica: son los científicos quienes primero alertaron del calentamiento global, y quienes dibujan el futuro que nos espera si continuamos quemando combustibles fósiles. A partir de ahí, como en un imparable proceso en cascada, la ciencia proporciona la coartada al “todo eléctrico”, promete abastecernos de los metales estratégicos que necesitaremos para ello, y da argumentos “racionales”, a través de los estudios de impacto ambiental, para disimular y maquillar los daños colaterales que las grandes instalaciones de energía eólica y fotovoltaica causan en el territorio.
La carta dirigida a la ministra es una llamada de atención contra la manipulación de la ciencia por un sistema económico que busca perpetuarse teñido de verde. Las dudas que suscita el desordenado despliegue de las energías renovables no nacen de la irracionalidad ni del “negacionismo”; nacen del conocimiento científico, del exquisito respeto a los valores del medio natural, de la constatación del escaso rigor técnico que tienen la mayoría de los proyectos, de la consternación por el sacrificio del paisaje y la biodiversidad que esa sinrazón provoca. No se equivoquen: el mercadeo especulativo de las renovables no tiene el amparo de la ciencia. De su lado está el poder, pero no la razón ni el conocimiento.
(*) Catedrático del Departamento de Ciencias de la Tierra, Universidad de Zaragoza
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