FUNCIÓN PÚBLICA: DIGNIFICAR UNA PROFESIÓN
Ángel Marco Barea*
A lo largo del siglo XIX y las primeras décadas del XX, en España cada sucesión de un nuevo gobierno ocasionaba el desembarco de la burocracia que le acompañaba, con un claro sentido de pago por los servicios prestados a los intereses de quien llegaba al poder. En los cuarenta años de dictadura franquista, la situación no sólo no cambió sino que empeoró: los funcionarios estaban obligados a adscribirse al régimen que había alcanzado el poder por la victoria de las armas en contra de un gobierno democrático y sin duda su acceso se regía por principios de favoritismo y adoctrinamiento. No fue hasta la apertura democrática del país, con la Constitución de 1978, cuando se divisaron cambios en la Función Pública.
El título IV de la Constitución, dedicado al Gobierno y la Administración, fija las bases para que la Administración Pública sirva con objetividad a los intereses generales y actúe de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho. Establece que los órganos de la Administración del Estado sea creados, regidos y coordinados de acuerdo con la Ley. Que por Ley se regulará el estatuto de los funcionarios públicos, el acceso a la función pública de acuerdo con los principios de mérito y capacidad, también de igualdad y publicidad, las peculiaridades del ejercicio de su derecho a sindicación, el sistema de incompatibilidades y las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones. Que los ciudadanos tengan garantizado su derecho para acceder a archivos, registros y actos administrativos.
Su desarrollo supuso el inicio de la profesionalización de los empleados públicos. y en ese sentido, las reivindicaciones de éstos se han dirigido hacia la necesidad de que para ejercer su trabajo con eficacia se requiere una formación, también una garantía remunerativa con el fin de no caer en viejos vicios de necesitar otro trabajo (o, peor aún, sobornos) para sobrevivir.
A pesar de ello y de los años de bonanza, el poder adquisitivo de los funcionarios no ha estado homologado al de otros profesionales del sector privado, ni se ha hecho una inversión suficiente para disponer de una administración pública moderna y eficaz. La clase política no ha terminado de sentirse a gusto trabajando con un cuerpo de profesionales. Quizás estos políticos, en muchas ocasiones, con una formación muy inferior a la de los funcionarios a los que daban órdenes y con frecuencia con menos vocación de servicio público que estos, han visto en ellos un obstáculo para alcanzar ambiciones particulares.
Sólo así se entiende que en los últimos años se hayan ejecutado acciones desde el poder, que al menos permítanme las sitúe en el límite de la línea roja de la legalidad. Que algunos funcionarios que han desempeñado con gran celo sus funciones se hayan visto apartados y arrinconados en su puesto de trabajo, simplemente por ejercer con rigor el procedimiento marcado por la ley. Que sean numerosas las plazas en las relaciones de puestos de trabajo de la función pública, muchas de ellas de responsabilidad, ocupadas por funcionarios interinos y eventuales de larga duración, debido a que año tras año esas plazas no salen a oferta pública en oposición, ni son ocupadas mediante concurso de méritos. Que tantas funciones se hayan derivado a empresas, disminuyendo los niveles de intervención y control del destino del dinero público. Que haya crecido el número de asesores, ejerciendo, junto a los cargos de libre designación, funciones de comisarios políticos dentro de las administraciones públicas.
Me atrevo a afirmar que la inmensa mayoría de los funcionarios que hemos accedido a un puesto público por oposición, y a los diferentes puestos de promoción interna por concurso de méritos, sentimos vocación hacia el trabajo que desarrollamos, entre otros motivos porque aspiramos a una sociedad justa. Nuestro trabajo es difícil de cuantificar con índices de productividad y competitividad fijados por criterios del mercado o del sector privado. No podemos valorar la productividad de la enseñanza pública por el número de aprobados, cuando el objetivo de esa educación debe ser formar a nuestros hijos como personas y como ciudadanos. Tampoco podemos medir la productividad en la sanidad pública por el número de inyecciones, de operaciones, de consultas, cuando su objetivo es llegar a todos los ciudadanos y mejorar su salud. Más complicado aun es medir la productividad de la seguridad, la justicia o la asistencia social por el número de expedientes tramitados.
Como en otras facetas de nuestra existencia, es difícil valorar los niveles de calidad de vida por la capacidad de consumo fijada por el importe de las retribuciones, digamos que por el número de automóviles que se pueden comprar con un salario. Personalmente, me resulta más gratificante sentirme miembro de una sociedad con la que compartir sacrificios y triunfos, y profesionalmente contar con unas condiciones adecuadas para desarrollar mi trabajo, con medios y garantías para poder ejercerlo con imparcialidad y con el mejor rendimiento posible.
Podría pensarse que los funcionarios sólo saltan a la calle cuando se les toca su sueldo y sus derechos, utilizando la demagogia a la hora de analizar las últimas movilizaciones desencadenadas por las últimas medidas restrictivas del Gobierno. Pero en nuestra reivindicación profesional, en nuestro trabajo diario, venimos reclamando día a día la dignidad de esta profesión, precisamente porque como ciudadanos, que también lo somos, vemos necesaria una función pública independiente e imparcial, con medios modernos para desarrollar sus funciones, rindiendo cuentas de los resultados al conjunto de la sociedad, a la que nos debemos.
También es verdad que necesitamos hacer una autocrítica, por cuanto a veces la costumbre, e incluso el desencanto, puede hacernos perder el horizonte de esos principios generales de justicia e igualdad a la hora de repartir los derechos y exigir deberes. No debemos olvidar nuestra responsabilidad en la gestión de los recursos públicos con el convencimiento de que éstos lo son de todos, por cuanto debemos exigirnos la máxima rigurosidad en ello.
Por encima de la reducción de las remuneraciones y de la pérdida de derechos que costaron muchos años alcanzar, los cambios, que venimos viviendo, están produciendo un ruptura de las reglas de la convivencia. Las decisiones unilaterales del gobierno, por decreto, se alejan de lo que debe ser un proceso de transparencia, participación, negociación y consenso. El resultado es un modelo social donde la equidad en las tomas de decisiones, en el reparto de cargas y beneficios, brilla por su ausencia. Y el desmantelamiento de la Función Pública supone la pérdida de un grupo de profesionales que la sociedad precisa para, con eficiencia, transparencia y sin privilegios para ciertas castas sociales, garantizar los servicios públicos.
*Colectivo Sollavientos
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