El río de La Val comienza a encajarse en el término de Cobatillas. Más abajo el valle se abre y se estrecha después y vuelve a abrirse y acoge la antigua barriada minera de Santa Bárbara. En ella habitan permanentemente una docena de personas y transitoriamente nos alojamos bastantes más, algunos por meses. El decorado del escenario poblacional está presidido por el Cabecico de la Muerte -de constitución neógena-, con su falda discordante, formado por conglomerados, puro turrón geológico; la carretera al pie de las formaciones cretácicas de abajo a arriba Chert, Forcall y Villarroya -más ásperas la inferior y superior y tapizada de verde grisáceo la intermedia-, moteadas de botones de sabinas, hacia el noroeste, enfrentadas en la margen derecha del río por el pico jurásico Dehesillas, a cuyos pies discurre la carretera que se dirige a Camarillas, seguido de una cresta de la misma formación conocida como “La mujer muerta”. La corriente fluvial, interrumpida varias veces por la sequía estival este año, gira a la derecha para mostrar la vista de las ruinas del castillo sanjuanista de Aliaga.
Lamentablemente la mayoría de huertos de residentes, situados en la margen derecha del La Val, están yermos desde que en el verano del 23 una fuerte riada destruyó el azud del “Pozo del Ahogado” que les proporcionaba el agua. Algunos hortelanos no cejan en sus intentos de reconstrucción y ya casi han conseguido recuperar un derecho ancestral al riego recogido en el art. 1º de las Ordenanzas de la Comunidad
de Regantes de Aliaga, acogidas al art. 228 de la Ley de Aguas de 13 de junio de 1879.
Los manzanos y algún peral están repletos de frutos debido a la templanza de la última primavera lluviosa, pero nadie los cuida.
El urbanismo de Santa Bárbara (¡bendita, patrona de los mineros!) es rectilíneo, uniforme y armonioso: no se ha añadido ningún edificio al trazado original excepto un polémico observatorio astronómico (¡en el fondo de un valle!). Las viviendas, adosadas, de planta baja excepto en la calle Teruel, donde se añadió un piso, están construidas en la segunda mitad de la década de los cuarenta, con agua corriente y WC -un lujo en aquella época-. La gente provenía de distintas regiones del Estado. Habitaban los hogares en régimen de un módico alquiler (unas 70 ptas.) y disponían de un economato de la empresa (“Minas e Industrias de Aliaga”) para abastecerse de alimentos, de un lote de carbón y de leña para la cocina y la calefacción, así como de operarios de la misma empresa para las reparaciones. Los chicos hacían mucha vida en las casas de los demás -la familia de “los Gitanos” llegó a tener 14 o 15 hijos- y se percataban de las distintas comidas regionales. Si en una casa había una persona enferma, todo el vecindario la visitaba. El tío Matarranas se sacaba un sobresueldo vendiéndolas -bocado exquisito las ancas- al vecindario, mientras que el tío Eusebio
hacía lo propio con los conejos que cazaba a lazo en el monte.
Los muros de las casas son consistentes, de piedras de canteras próximas, que proporcionan un buen aislamiento térmico. Algunos vecinos se han acogido a la moda rústica de mostrarlas en sus fachadas, que originalmente estaban lucidas, y así continúan la mayoría. Tejas árabes rojizas cubren las hileras de casas, casi todos los tejados, originales. Algunas antiguas viviendas se han convertido en garajes. Toda la
traza urbana más baja, pegada al cauce del río, está expuesta a inundaciones recurrentes, hasta la fecha leves (hace muchos años, en una irrupción de las aguas, un vecino trasladó los puercos a más altura con la intención de salvarlos, y alguna vecina veraneante, más recientemente, dormía con un pie apoyado en el suelo para despertarse a tiempo en caso de inundación).
Las riadas arrancaban las palancas (pasarelas), pero no se las llevaban, al estar bien sujetas por un extremo a algún chopo. A mitad de la década de los 50, Lorencín, de dos años, murió arrastrado por las aguas en una crecida. Tiempo después, otro chico se hundió en el hielo, pero fue rescatado salvo. Acostumbramos a acudir a los puentes para ver salir el río tras la lluvia.
En un extremo del barrio se ubican las instalaciones de la Sierra, antigua serrería de la empresa minera, todavía en funcionamiento. En el otro, un hermoso edificio que funciona como acogedor albergue municipal y fue en su origen la fonda, que alojaba a los mineros solteros, y sede de colonias de niñas y adolescentes posteriormente. El edificio del cine, debajo de la carretera, ha desaparecido.
El edificio más destacado es una airosa iglesia de planta de cruz latina con elementos neogóticos (alguien lo ha calificado de “hormigótico”). Llaman la atención, aparte del conjunto, las enormes lámparas circulares de su interior, de aires visigóticos, sus vidrireras en los rosetones, arcos ojivales, arbotantes, contrafuertes, un pináculo, algún resto de forja y dos ventanas apuntadas al bies, simétricas, en el presbiterio -la del SE ha evitado la incidencia del sol sobre mosen Jesús y sus sucesores celebrando misa-. La casa parroquial aledaña está comunicada con un pasadizo elevado cubierto, hacia el coro, imitando a residencias episcopales junto a catedrales. Actualmente comparte su función religiosa con la de ser el Centro de Interpretación de la Minería, donde se muestra el proceso de construcción de la Central Térmica de Aliaga, de imprescindible visita. La iglesia llama a sus fieles con una sirena fabril, dado que el sonido de la campana, que da las horas, no llega bien al núcleo más poblado.
Otras edificaciones siguen, también pegadas a la roca y a la carretera: la antigua escuela de niñas y residencia de la pareja de la maestra, doña Luci y el maestro, don Félix, que llegaron a atender más de 70 alumnas y alumnos de una tacada, contenidas en el mismo bloque, que constituye un bello edificio, ahora residencia particular, gemelo del que se alza unos metros más allá, con la misma orientación, la escuela de
niños. En la parte superior vivió el capataz de la mina de carbón Hoya Marina. Las escuelas traen muchos recuerdos a quienes aprendían en ellas.
La vegetación de ribera es abigarrada y compuesta por las especies típicas: sauces, sargas, cornejos, galabarderas, endrinos, bizcoderas, zarzas, juncos, alguna sabuquera… Tremendos chopos cabeceros reclaman una escamonda saneadora, hacenrugir sus copas con las ventoleras y se encienden de amarillo cuando llega el otoño. En las paredes inaccesibles prolifera el té de roca, y la ajedrea, accesible, omnipresente, entre las piedras de la base. El tomillo ocupa espacios de bancales yermos.
Algunas noches y madrugadas el cárabo aporta amenidad sonora al ambiente con dos tipos diferentes de ulular: uno continuo (uuuuuuuuh…) y otro rematado con una especie de gorgoritos . Algunas tardes algún corzo berrea o emprende carrera ladera arriba. Este verano no se avistan las cabras monteses, que en años anteriores irrumpían en la carretera y pastaban en los jardines. La epidemia de sarna las ha más que diezmado. La zorra merodea el contorno -algún gallinero ya fue asaltado- y marca visiblemente su territorio con sus excrementos, las paniquesas también están presentes. Las madrillas se dejan ver cuando el río se recupera y nos devuelve su rumor. Algún día los buitres leonados planean sobre el valle o reposan en los riscos. A veces bandadas de abejarucos nos sobrevuelan emitiendo su típico canto colectivo y otras estruendosos cazas del ejército del aire. Diferentes especies de mariposas evolucionan cerca del río. El avión roquero anida en los porches de la iglesia. Pequeñas bandadas de gorriones van de aquí para allá y las conroyas solitarias agitan su cola rojiza sobre las tapias de los corrales. Cada vez es más difícil ver el brillo
fosforescente de las luciérnagas (gusanicos de luz) y a los murciélagos a la luz de las farolas. Algún pico picapinos tamborilea en la parte más alta del tronco de los chopos recientes. Pequeños arraclanes -¿por dónde se han colado?- se han refugiado en el interior de casas antes de acudir sus propietarias. Las esquilas de las vacas de León suenan en el barranco debajo del cabezo. Disponemos de una colonia felina a la buena de Dios. Este agosto han abundado los perros urbanos de todos los tamaños conducidos con el lazo por sus propietarias.
La Asociación Cultural local mantiene el bar (en el local que fue el casino atendido por la Juana) y organiza la fiesta tradicional para San Cristóbal, patrón de los camioneros (que transportaban el carbón a la central de Aliaga). A destacar la fervorosa procesión de los candiles.
Al entorno y algunas zonas del barrio, como en tantos pueblos, le irían bien batidas de voluntariado para eliminar plásticos.
Los residentes disponemos de un limitado servicio de transporte colectivo: el uso del vehículo individual se hace ineludible, como en todos los pueblos de Teruel. La señal de recepción de la televisión a veces se pierde. La de la telefonía móvil e internet, problemática, depende de la ubicación de las viviendas. El cobre de la antigua línea de telefonía de Telefónica ha sido saqueado recientemente. Esperamos la introducción de la fibra óptica en la cañería que se ha enterrado chapuceramente. ¿La veremos entrar a los domicilios?La convivencia entre habitantes permanentes y periódicos, todas y todos, es saludablemente afable.
Llegando a este punto no deberíamos olvidar la persona del asturiano Agustín Santa Ana Montes, que vivió aquí y fue asesinado por la represión franquista en 1947.
Santa Bárbara: otro destino en Teruel alternativo al desatino turístico de altos vuelos. Discretamente placentero. Con la luz que nos trae septiembre se ha puesto estupendo.
* Santa Bárbara es un barrio de Aliaga, municipio turolense, a 2,5 km de distancia en dirección a la capital.
Gran parte de la información aquí reseñada se debe a la memoria de mi amigo Enrique Suco, el habitante más veterano del barrio. Y también a la de mi amiga Ana Cruz.
Gonzalo Tena Gómez
Colectivo Sollavientos
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