Los pueblos se despueblan. Especialmente los de las
sierras. Las personas mayores, inexorablemente, se nos van. Los jóvenes,
los pocos jóvenes que han crecido en estos pueblecicos, por otras
razones, también.
Estos
cambios sociales se trasladan al urbanismo. En el otoño, incluso antes,
tras las fiestas de agosto, se cierran las puertas de la mayoría de las
casas con chapas de metal o tableros de madera. Casas que, en los
últimos años, se han arreglado y preparado para ofrecer confort a los
padres en sus últimos años y a los hijos que marcharon a la ciudad.
Calles encementadas hasta la última costera que lleva al último pajar.
Plazas con fuentes (algunas de gusto discutible) y parques infantiles,
cuando ya no hay niños. Y teleclubs abiertos con alguna subvención
pública que nos lo recuerda, cada vez que entramos, la lápida de piedra
colocada estratégicamente por el político de turno que espera así su
cosechica de votos …..
Mi padre me decía que nunca los pueblos habían estado más cuidados que ahora. Ni más muertos, le respondía yo.
Y
estos cambios también se trasladan a los campos de cultivo de su
entorno. Especialmente, en los de regadío. Los pequeños hortales están
abandonándose uno tras otro. Como también se olvidan los viejos
frutales, los bancales, los palomares, los chopos cabeceros, las
parideras … y otras manifestaciones de la actividad agraria tradicional
que ya no son rentables.
Pero los hortales son algo especial para los mayores.
Durante
décadas han sido la fuente de hortalizas y frutas para la casa. Incluso
cuando se marcharon los hijos a la ciudad. Son el lugar al que
orgulloso llevaba el abuelo a sus pequeños nietos, ya nacidos en la
urbe, para intentar enseñarles a distinguir la borraja de las coles. Han
sido el lugar de esparcimiento personal donde emplear esas tardes
eternas tras la jubilación, han sido el gimnasio recomendado por el
médico (¡cuánto habrá ahorrado el SALUD en medicamentos en los abuelos
con huerto!), el espacio de socialización con los vecinos comentando que
los tomates no enveran o que las judieras no dan …. Es parte de su
vida, de su obra.
Ahora
algunos jubilados son patateros. O golondrineros díría yo. Los hijos no
les dejan quedarse en el pueblo durante el invierno. Vienen a finales
de abril para plantar las patatas (cuando llegan las golondrinas) y se
vuelven a la ciudad para el Pilar, tras recogerlas (cuando estas
avecillas marchan a tierras africanas).
El
huerto es la niña de sus ojos. Es una muestra de que aún están vivos.
Es uno de los últimos baluartes. Es un símbolo al que se aferran … a
pesar de las riñas con la hija que le dice, cada año, que no compensa,
que se caerá a la acequia, que lo deje ya ….
Y
también lo es para los pueblos. Recuerdo un paseo que di hace unos años
por los huertos de Lituénigo, al pie del Moncayo, con el alcalde y con
Enrique Arrechea. Me llamó la atención cómo llevaban la cuenta de los
huertos que se habían abandonado en el último invierno.
Eran los jardines perdidos. Eran banderas de humo … rotas, que dirían La Ronda y Labordeta.
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