Nuestra civilización está en una encrucijada difícil. Oficialmente nadie
cuestiona el sagrado paradigma del desarrollo-crecimiento-progreso. La
vinculación entre esos tres conceptos se da por cierta, y todos ellos se
consideran condición necesaria para el mantenimiento de nuestro bienestar (si
un partido quiere perder las elecciones, no tiene más que proponer en su programa
electoral que el PIB baje un 5% en la próxima legislatura). Pero el consumo
creciente de energía y materias primas que ese progreso exige es imposible en
un planeta finito. El corolario es claro: nuestra especie está condenada, más a
medio que a largo plazo, al declive de su bienestar.
¿Es posible romper esa
ecuación, crecer en bienestar disminuyendo nuestro consumo de recursos no
renovables? La respuesta es sí. En primer lugar, hay bienestar que se logra sin
pasar por la contabilidad del mercado y el PIB. Se puede ser feliz en compañía
de un grupo de amigos sin necesidad de consumir envases de plástico, gasolina,
kilovatios de sonido y ciclópeas carpas que se montan y desmontan para las
macrofiestas del verano. Y a la inversa: hay productos, como los cigarrillos y
las bombas de racimo, que computan en el crecimiento económico y cuyo uso no
contribuye al bienestar nadie.
En segundo lugar, tenemos un
amplio margen para reducir y optimizar el consumo de bienes materiales. Podemos
tener cubiertas nuestras necesidades con herramientas, electrodomésticos,
móviles o juguetes que sean más duraderos, en lugar de comprarlos en el bazar
de las gangas y deshacernos de ellos a la primera avería. Podemos reducir el
uso de materiales edificando casas más robustas y primando la rehabilitación
sobre la nueva construcción. Y a la inversa: el crecimiento de la economía
basado en consumir productos baratos o en inflar la burbuja inmobiliaria no
puede sino mermar el bienestar de personas que en países lejanos manufacturan
en régimen de semiesclavitud, o que en territorios más cercanos ven destruir su
paisaje y su identidad por montañas de basura y escombros, o por canteras de
arcilla y losas explotadas con más codicia que racionalidad.
En tercer lugar, incluso con
las reglas de la economía de mercado, es posible imaginar un crecimiento
económico con un menor consumo de recursos. Para ello, en nuestro PIB deben
ganar peso los bienes y servicios que requieran menos materias primas y energía
(aunque sí, generalmente, más mano de obra). En el actual contexto de economía
‘virtual', donde marcas como Google tienen un valor en bolsa de cientos de
miles de millones de dólares sin saber muy bien por qué, es posible que la
ingeniería contable-financiera sepa ofrecer a la sociedad unos números de
crecimiento económico compatibles con una reducción en el consumo de energía y
materias primas.
En este momento, tratar de
que te arreglen un secador de pelo o la cremallera de una mochila es causa
perdida: “Es mejor que compre usted una
nueva”. Esto implica que alguien fabrica en China el secador o la mochila,
que luego se importa, transporta y vende en España. Todo ello consume más
materias primas y energía, y genera más riqueza fuera de España,
que lo que supondría arreglar, a dos manzanas de mi casa, el contacto eléctrico
del secador o la cremallera de la mochila. Sin embargo, mi satisfacción como
cliente sería prácticamente la misma.
Cuestionar el paradigma del
desarrollo-crecimiento-progreso no es querer volver a las cavernas. Ese mantra
ya no se sostiene. Las nuevas tecnologías deberían ayudarnos: las
videoconferencias sustituyen a las reuniones presenciales y disminuyen el
consumo de combustible en viajes; las webs de compra-venta de productos de
segunda mano reducen el uso de materiales de fabricación y los residuos que
nuestra civilización amontona en sus extrarradios. Mientras tanto, territorios
rurales como Teruel han llegado hasta el siglo XXI dando un ejemplo permanente
de austeridad y resiliencia que los sitúa en condiciones mucho más ventajosas
que otros para afrontar esta encrucijada.
José Luis Simón
Colectivo Sollavientos
No hay comentarios:
Publicar un comentario