El concepto teórico de cultura hace que prácticamente a
todo lo que nos rodea lo podamos englobar dentro de la definición técnica de
Patrimonio Cultural. Esto, inimaginable hace unas décadas, inasumible todavía
hoy, impracticable en lo que a fundamentos jurídicos s refiere, no deja de ser
un reflejo más de la complejidad absoluta de nuestra sociedad postmoderna.
A pesar de ello, ese sentido utópico de entender nuestro
entorno como Patrimonio es en sí un reto que, a la vez, nos permite
descubrirnos como hacedores del territorio y de nuestra propia Cultura (con
mayúsculas); además de convertirse, en ese lenguaje tedioso y feo del
desarrollo, en una oportunidad. Pero también es una responsabilidad, pues como
ocurría no hace tanto con lo que se denominaba “patrimonio popular”, los
habitantes de un territorio son los cómplices necesarios para que sus
tradiciones se respeten, se protejan y, por supuesto, se defiendan.
Según la UNESCO el Patrimonio Cultural “designa la
herencia, material o inmaterial, recibida por una comunidad… para ser
disfrutada y protegida por las generaciones presentes y también para ser
transmitida… a las generaciones que vendrán”. Dicho concepto es “subjetivo y
dinámico”, de ahí que cambie a medida que cambian los valores de nuestra
sociedad, para bien o para mal.
A pesar de ello, la visión decimonónica sigue muy
presente en nuestra mentalidad y, lo que es peor, en los técnicos y estructuras
políticas que ordenan nuestro territorio. Sin embargo, la mayor complejidad
radica en hacer ver a los propios habitantes de muchos lugares, esa posición de
responsabilidad como hacedor y como protector de su propio territorio. Esa
salvaguarda de unos valores y de unas formas de ser que quizás nosotros mismos
desconozcamos, en este pasaje actual en el que lo rural y campesino ha
desaparecido casi completamente, para convertirnos en una suerte de híbridos
culturales donde prima lo urbano y el consumismo desaforado; sea a través de
centros comerciales o a través de “amazon”.
La amplitud del término quedó reflejada en el Convenio
Europeo del Paisaje del año 2000. Un Convenio que, como tantos, es sencillo de
firmar y utilizar como foco de progreso; pero mucho más difícil cumplir por las
trabas con las que se cruza la realidad económica de la cual todos
participamos. Tanto haya llovido mucho
como si no, se consolida el concepto integral e indisoluble de Patrimonio
Cultural, donde lo natural, lo inmaterial y aquello que todos tenemos en el
imaginario como patrimonio, no pueden desligarse en cajones compartimentados
para construir un todo; nuestro todo, nuestro paisaje cultural.
Según el Convenio, el Paisaje nos proporciona valores y
retos sociales, económicos, culturales y naturales. El por qué del mismo
debemos de relacionar con esa Unión Europea moderna y progresista que siempre
va por delante de unos estados que, pesados y viejos, tardan en reaccionar.
Porque, ante la pregunta de si deseas proteger nuestro
legado cultural reflejado en el paisaje, todos o casi todos responderían con un
sí, lo difícil es el cómo llevar dichos deseos a la práctica. Así pues, hemos
vivido en el último lustro un supuesto proceso participativo en el cual
reflejar por zonas geográficas (en el caso aragonés por comarcas) unos mapas de
paisaje que ayuden a nuestros gestores a valorar las posibilidades del paisaje
como recurso integral y proteger aquellas diversas zonas de la vorágine
desarrollista. Y hablo de supuesta participación porque, tras años de
proyectos, agendas 21 y estrategias en los cajones, los “homo participativos”
han ido alejándose de ciertas mentiras envueltas en papel de regalo y la
realidad muestra una escasísima participación. Sobre todo de aquella gente que
por implicación y formación más tiene que aportar. De todos modos daría igual,
el papel “asesor” todo lo soporta.
En el caso de nuestro paisaje el reto es doble. Nuestro
imaginario colectivo nos impide ver más allá de los conceptos clásicos de
nuestros cabezos pelados. Difícilmente llegaríamos a una conclusión consensuada
de qué partes del todo, e incluso de qué todo deberíamos hablar, proteger y
salvaguardar como herencia cultural para los siglos venideros. Un panorama
clásico de una zona de secano, donde el territorio es tan barato y las
perspectivas tan pocas que cualquier proyecto sería bienvenido sin pensar más
allá.
Contamos con un hábitat disperso clásico en las huertas;
las Torres. Y con ciertos elementos etnográficos, incluyendo caminos y
parameras modificadas por el hombre que, aunque por unos minutos, deberían de
hacernos reflexionar. Difícilmente volveremos a lo de antes, ni falta que hace
en muchos casos, pero vemos cómo evoluciona el paisaje con sus concentraciones,
la falta de cuidados y lo que quizás es peor, la falta de una mentalidad
colectiva de valorar esto como importante. Siempre a remolque, la ribera del
Martín se fija luego en otras comarcas que se han pensado más y, al menos, son
conscientes de aquello que les es propio y quizás haya que conservar.
Los paisajes recordados cambian. Si incluso existe una
propuesta de convertir la térmica de Andorra en un paisaje cultural y creativo,
otra cosa es que cuaje o nos convenza a los habitantes del territorio, por qué
no pensar en Paisaje en lugar de en pueblo. Por qué no pensar en cultura y
legado en lugar de en mero desarrollo; muchas veces pan para hoy y…
Pronto el secano se convertirá en mar fotovoltaico,
caminos trazados con tiralíneas por el bien de la producción… Todo amparado por
una ciudadanía que, aquí sí, piensa en verde, pues es el verde el color que no
tiene cuando deja de asomarse por las anteojeras del imaginario colectivo.
Todos conocemos la historia de nuestro paisaje sufrido.
El agua, o mejor dicho, la falta de ella, nos hace inmunes a un amor que a
veces fue odio. Nos hemos creído, con razón o sin ella, que vivíamos en la
“fealdad”. Nada que objetar, pero no nos lamentemos luego de no habernos
conocido lo suficiente y dejemos siempre lo nuestro como foto de postal
inexistente.
Víctor Manuel Guiu Aguilar
Colectivo Sollavientos
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