lunes, 12 de mayo de 2014

LA CULTURA ECOLÓGICA DE NUESTROS MAYORES





  Gonzalo Tena Gómez*                                                                                                             
                                                                                                                                          Se volverá a labrar con macho    
                                                                                                                                          EL TIO TOMÁS EL PIQUERO                                                                                               
¡Qué tiempos aquellos en que no se tiraba nada! Aunque  hoy el proceso de reciclado es clave en el mundo desarrollado en el intento de detener el deterioro ambiental, antaño se reutilizaban y se reparaban los objetos indefinidamente, y no hacía falta reciclar. En nuestros días atiborramos los contenedores de residuos, de los cuales nos desentendemos. ¡Ah los plásticos! Nuestras buenas gentes, antepasados nuestros,  no pudieron beneficiarse de este útil material, ni tuvieron que enfrentarse al problema de cómo deshacerse de su invasión.
Antaño el aprovechamiento de los residuos alimenticios era total: los huesos, para los perros (hoy a los chuchos urbanos no se les da de comer huesos por mor de que no se atraganten los animalicos y comen friskis del super, y… esparcen por doquier sus residuos digestivos). Las peladuras y restos de hortalizas eran para las gallinas, los conejos o los puercos. La fruta escaseaba…los rosigones se hacían invisibles. Los platos se fregaban con esparto, con arena algunos cacharros. Hasta las latas se convertían en recipientes.  La posesión de calzado se limitaba a un par de abarcas o de alpargatas y, cuando se rompían, otro (a veces de construcción propia.)  De ropa, la justa, aun contando el vestido de mudar.
La cría de animales y el cultivo de la huerta (se practicaba la agricultura ecológica de manera inconsciente y se obtenían variedades que ya no se ven) disminuían drásticamente la compra de alimentos. El pan se masaba en casa. El matapuerco aportaba proteínas y grasas para todo el año. Y a cagar, al corral o, placer indescriptible, al monte. Las tiendas ofrecían solo comestibles y productos de uso básico, nada que ver con el mareo de la demencial variedad de productos superfluos y repetitivos en la oferta de los supermercados actuales. El trueque era frecuente.
El jabón se hacía en casa; el lavadero era un lugar de encuentro y comunicación femenina. Para beber, agua clara de la fuente y vino de la taberna. Las viviendas, corrales y pajares se construían en el solano, fuera de los terrenos agrícolas y de zonas inundables. Por supuesto, con materiales del entorno natural. La calefacción y la cocina se alimentaban de biomasa (“leña” solían llamarla). Por su recogida y por el pastar de la ganadería, los montes se mantenían limpios y no se hablaba de incendios forestales. Los chopos de las riberas se escamondaban puntualmente. La custodia del territorio estaba servida.
La salud requería de remedios naturales, nada de los cócteles farmacológicos actuales. Al verano, a bañarse en el río, sin cloro. Las fiestas las amenizaban los gaiteros; la discomóvil no atronaba de madrugada. Se elaboraban deliciosas pastas caseras para las celebraciones. El aparcamiento no constituía una preocupación y del transporte se encargaban los machos, carros y las bicicletas que vinieron después. Toda esta situación empezaría a declinar a partir del boom consumista de los 60: llegaban los electrodomésticos. Empezaba a romperse la correa de transmisión generacional de una tradición riquísima de patrimonio oral e inmaterial.
Nuestros antepasados próximos se las arreglaban sin el móvil. Vivían menos años que la generación actual, pero ¿podríamos asegurar que somos más felices hoy en día?
La conclusión de esta sencilla reflexión no es plantear una vuelta imposible  a tiempos pasados. Ni mucho menos aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Estos comportamientos ecológicos avant la lettre fueron unidos a muchas limitaciones, estrecheces y épocas de opresión y dolor. La pretensión de este escrito se limita a proponer que deberíamos recuperar la mentalidad ahorradora y los valores del aprovechamiento y cuidado de las cosas de nuestros mayores,  replantearnos nuestros hábitos de consumo para generar el mínimo de residuos e imitar a nuestros mayores en todo lo que no rebaje la auténtica  calidad de nuestra vida. En Teruel también precisamos una conciencia y una práctica pro ambiental generalizada, individual y colectiva. Nos va mucho en ello.


* Colectivo Sollavientos

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