Luciano caminaba pausadamente y
cabizbajo por el sendero pedregoso que lo llevaba a lo alto de la Solana. Cada
tarde, era su costumbre andar entre la madeja de caminos entrelazados que, como redes, rodeaban los
campos de su memoria. Luciano se dejaba llevar, se abandonaba como quien busca
un sentido a la vida que no tiene, y se perdía en la memoria, un patrimonio muy
devaluado en estos tiempos de la inmediatez de las muevas tecnologías.
Desde lo alto del cerro y a sus
pies, el paisaje de su infancia, el punto cero de su recorrido vital. Una
pequeña colección de minúsculas aldeas equidistantes que se desparramaban por
un extenso valle de cereales. Uno de ellos era el suyo propio, aquel del cual
se marchó en un tiempo de despoblaciones rurales y desarrollismos en las ciudades.
Mientras contemplaba con quietud
ascética el paisaje, una acompasada sombra del aspa de un monstruo de acero con
pies de hormigón de 130 metros de altura, cortaba como una ráfaga imperturbable
cada siete segundos su rostro, un rostro curtido por el peso de los años y por
una vida labrada de esfuerzo a mucha distancia de su Teruel interior.
Luciano estaba jubilado, mejor
dicho, jubilado a la fuerza, prejubilado por un ERE, esas siglas posmodernas y
neoliberales que, como la misma ráfaga cortante del aspa afilada, cambió su
vida y su propia visión del futuro.
Luciano fue un viejo luchador,
testigo de todas las luchas sociales de su tiempo, que emigró de una tierra
dura y viva, como otras gentes, para dejarse la piel en las fábricas del
desarrollismo y conquistar un bienestar social que ahora nos quieren arrebatar.
Luciano finalmente dejó la ciudad,
y con los bártulos de toda una vida regresó a esa tierra que le vio nacer, con
una infancia de pocos juegos, con trabajos de sol a sol y a la luz de la lumbre
en las largas y frías noches de invierno, esos inviernos que endurecen el
carácter del hombre y adquieren un valor moral.
Mientras se dejaba arrastrar por
sus pensamientos, sus ojos vislumbraban un valle de parcelas geométricas, como
un caleidoscopio de colores, verdes en primavera y doradas en verano, que destellaban
cada vez que el sol se asomaba entre nubes blancas y algodonosas de una tarde sin
nombre, en medio de un paisaje donde la luz del cielo es intensa, los cambios
de la meteorología inesperados y el viento sopla, a veces, con una fuerza
desmedida.
Luciano se recreaba en una infancia
poblada por masas arbóreas y huertas regadas por un enjambre de acequias que
formaban un oasis en tierra seca. De aquellos árboles ya quedaban pocos, la
economía productiva de la concentración parcelaria priorizaba la explotación privada
de la tierra en menoscabo del bien común. Acequias taponadas, tala de árboles,
fuentes desecadas, ríos desvitalizados, linderos desdibujados por una usura sin
control.
Unos pocos chopos cabeceros
poblaban aún los lindes de este tablero de ajedrez agrícola donde la figura del
rey sería el que posee más tierra y la figura del peón, un desterrado. El
campo, el paisaje y el territorio se habían convertido en una metáfora del
delirio posesivo y destructivo de un ser humano que dejó de sentir la tierra a
sus pies, que explotó y dejó de cuidar y amar el territorio como su propia casa,
la casa de los padres, la de los hermanos y la de sus semejantes.
Luciano recordaba aquel viejo
molinero que, cuando implantaron la concentración parcelaria en los alrededores
de su molino de agua, se plantó heroicamente delante de las máquinas para
impedir con su gesto el taponamiento del desagüe de la acequia ante los depredadores
de siempre. Actos tan valerosos de desobediencia aparecen hoy como más necesarios
que nunca, ante el servilismo al nuevo orden económico que prioriza los
beneficios de unos pocos por encima lo humano.
Luciano ha sufrido en sus propias
carnes una historia de desmanes. Toda una vida de sacrificio para llegar a una
jubilación cercenada, paro y recortes sociales de todo tipo. ¿Ha perdido la fe,
se ha vuelto descreído?
Luciano sabe que este territorio
despoblado de Teruel sigue siendo la codicia y diana de los depredadores, los
mismos depredadores de siempre pero con diferentes nombres, trajes, apoyos y
argumentos.
Luciano sabe de su particular
melancolía y que ahora, a vista de pájaro, la concentración parcelaria le
parece un mal menor comparado con las nuevas desmesuras que revolotean sobre
nuestras cabezas en estos tiempos de miseria, crisis y precariedad. Un Teruel
verde amenazado por el detritus: minas a cielo abierto, bosques metálicos de
aerogeneradores, trazados eléctricos de líneas de alta tensión, fracking (extracción de gas del
subsuelo), etc. Él sabe que el amenazante cuchillo de las aspas aceradas de los
monstruos de la Solana no van a cortar sus esperanzas. Ante un territorio amenazado
por un gran vertedero abierto, Luciano sabe, como aquel viejo molinero que se plantó
ante las máquinas, que la única opción de futuro es CUSTODIAR EL TERRITORIO y que
el impacto ambiental sobre dicho territorio también supone un impacto mental en
el ser humano.
Luciano seguirá ejercitando la
memoria, sabe que el ejercicio de la memoria tiene un efecto preventivo ante la
amenaza de enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer, pero también sabe
que la memoria es un patrimonio histórico y cultural, y que su ejercicio es un
antídoto para la desmemoria, la desmesura y la desertización de las futuras
generaciones.
Mientras Luciano permanecía absorto
en sus sensaciones, una ligera lluvia inoportuna empezó a descargar desde una
nube pasajera arrastrada por vientos del norte. Frágil, sensible y vibrando de
energía como un junco, se sintió conectado con su corazón porque sentía la
tierra a sus pies. Para alejar los fantasmas de la razón, Luciano practicaba a
menudo esta experiencia: sentir la verticalidad del eje que conectaba su corazón
con la tierra y así sentirse enraizado en ella.
Agustí Guilera
Médico
Colectivo Sollavientos
Autor de las ilustraciones: Agustí Guilera
No hay comentarios:
Publicar un comentario