Autor: Chusé -Lois Paricio Hernando |
En las antiguas casas de labradores procurarse combustible para caldearlas y atender a sus labores era una necesidad básica. En la era preindustrial la generación de calor en las frías sierras turolenses se lograba sobre todo consumiendo leña. El problema que se planteaba es que la producción de combustible competía con la agrícola y ganadera. La resolución a esta disyuntiva entre los siglos xiii y xix no fue constante, pero tuvo un norte. El Alto Alfambra nos sirve de ejemplo para ilustrarlo.
La presencia de topónimos en la sierra del Pobo como
Enebral, Bojares, Buj, el Bojar y el propio de Ababuj como lugar de bojes,
apuntan a que en la fase de la conquista y repoblación parte de sus montes
estarían cubiertos por este tipo de especies. En Gúdar abundaban unos pinares
que también había en Miravete de la Sierra. Así, donde en la actualidad hay
aliagares, en la documentación histórica se localizan partidas como “Carrapinar”
y “barranco del Pinar”. En 1674 se le cita como “Mirabete de los Pinares”.
Sobre masas forestales como estas se inició una secular presión a cargo de las
comunidades locales en función de sus amplias competencias de gestión
(concejos, Comunidad de aldeas de Teruel), del contexto (más o menos población)
y de los incentivos (más demanda de bienes ganaderos o agrícolas).
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La obtención de madera era una de las piezas del
puzzle productivo que había que encajar en el territorio con las de pastos y
cultivos. Para crearlos y ampliarlos se recurrió al fuego. Así lo sugieren
topónimos en el entorno de Orrios como “cerro Quemado” o “Quemadal”, citados en
una sentencia entre las aldeas de Teruel y la Encomienda de Alfambra (1558). Sin
embargo, resultaron más decisivas las especializaciones binarias del suelo en
función de sus aptitudes: agrícola-ganadera (barbechos, rastrojeras, etc.) y ganadera-forestal,
que en las riberas inundables contribuyó a la formación del emblemático paisaje
del chopo cabecero. La especialización en todo tipo de pastos en los que se
daban aprovechamientos forestales fue la predominante por su extensión e
incluía lejanos fragmentos de bosques a modo de reserva. El territorio estaba
minuciosamente trabajado y el único que se destinaba a producir madera era como
complemento del pasto o aquel que no era apto para otra cosa.
En estos espacios los vecinos “aleñaban” obteniendo
combustible de, por ejemplo, aliagas, bardas, espinos y carrascas, como
describe un convenio entre Jorcas y Miravete (1625). Una imagen de cómo era
este trabajo nos lo ofrece una concordia entre Miravete y Aguilar (1569): “padres
e hijos o asno y mozo que sean de una misma casa de dicho lugar de Aguilar
puedan entrar a hacer leña verde y seca”. El combustible provenía de la corta
de matorrales, de la madera muerta que se recogía y de la viva que se podaba. En
las riberas los chopos también se podaban para obtener leña y vigas. En el siglo
xviii un vecino de Aguilar, como
tantos otros, escamondaba sus árboles ribereños al Alfambra “y se utilizaba de
la leña en su casa”, mientras que otro de Camarillas mandaba “cortar leñas y
plantar diferentes árboles”. El patrimonio de las casas, al igual que constaba
de bancales, huertos, cerradas de hierba y rebaños, incluía árboles con los que
producir combustible.
Autor: Chusé -Lois Paricio Hernando |
La leña se consumía en las chimeneas de las cocinas,
el lugar en el que las familias hacían su vida, y el calivo se aprovechaba en
braseros. No fue hasta fechas posteriores en que se introdujeron estufas,
sistemas de calefacción más eficientes dado que las chimeneas pierden gran
parte del calor por el tiro. Entonces, ¿cómo se lograba calentar una casa? Es
aquí donde la arquitectura y la sangre, como también se llamaba al ganado,
asistían al combustible.
El primer factor que favorecía el caldeamiento era la
localización de los pueblos, con las fachadas principales de las viviendas
orientadas hacia al sur y a ser posible en laderas. Las edificaciones en
pendiente ofrecían la ventaja de reducir la fachada norte, la más fría, y
aprovechar el efecto aislante del suelo. Aunque las casas experimentaron
grandes cambios a lo largo de los siglos, hubo elementos constantes, como la
integración de la actividad productiva de la familia en el “diseño energético”
de la vivienda y unos materiales constructivos capaces de mantener prolongadamente
la temperatura: muros dobles de piedra con hueco relleno de tierra, tabiquería
de aljez (yeso) y vanos para ventanas escasos y pequeños.
Autor: Chusé Lois Paricio Hernando |
En los siglos medievales las casas no eran
especialmente grandes y lo más habitual es que tuvieran una única planta en la
que dormían juntas las personas, se guardaban los animales y se encontraba la
cocina. Al estar en espacios contiguos el diseño contribuía a preservar el
calor. A su vez, el almacenamiento del grano, paja y hierbas bajo el tejado o
en otros cuartos servía de aislante. A partir de los siglos xv y xvi
los solares de las viviendas empezaron a ser más grandes y fue extendiéndose la
edificación de casas compartimentadas en habitaciones, con varios forjados y
mayor altura, lo que supuso un reto “energético”. La cocina, con su fuego a
tierra, mantuvo la centralidad. Los dormitorios se subdividían en pequeñas
alcobas buscando el interior de las casas, lejos de las fachadas más expuestas,
o disponiéndose sobre la cocina (caldeada con su fuego) y la cuadra (“la
gloria”, con el calor de los animales). Por otra parte, los graneros y trojes
de hierbas siguieron teniendo una función aislante al ubicarse en la falsa
(bajo la cubierta y sobre las habitaciones).
Todas estas soluciones hicieron habitables las casas
desde un punto de vista térmico, por lo que, en definitiva, el calor doméstico
dependía del fuego y su leña, de los animales y de la arquitectura, aunque de
forma más literaria podríamos afirmar que esta historia energética era,
simplemente, la de un territorio y unas casas vividas.
Ivo Aragón Ínigo
Fernández
Aguilar Natural y Colectivo Sollavientos
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