Autor: Uge Fuertes |
Las personas de
mi generación han crecido con una línea del horizonte donde el humo de la térmica
forma parte del propio paisaje vivido y soñado.
Desde los
llanos de Quinto, viniendo de Zaragoza. En lo alto del Majalinos. Bajando de
las Ventas de Valdealgorfa. Ese falo industrial de vértigo que desde el coche
es fiel indicador de la velocidad del viento.
A los pies del
somontano que aún no es sierra. Bebiendo el carbón que trajo gentes, paisajes y
paisanajes.
El Bajo Aragón
agrario, aquel de señoríos y temple medieval, sufrió una pequeña revolución
industrial durante una parte del franquismo y en la transición, a través de las
minas y sus térmicas. Escatrón, Eschucha, Aliaga, Andorra. Tierra fértil. Suelo
fértil. Historia y despoblación que fue aclimatada durante unas décadas a algún
clavo ardiendo en forma de humo de pitillo. Algunos pueblos multiplicaron su
población. Otros, asistieron como espectadores de un teatro con entrada de
“clac”. Humo. Un humo quizás necesario en una tierra que tantas oportunidades
había perdido pero que, tarde o temprano, todos sabían que se consumiría.
A medida que la
sociedad cambiaba una incipiente preocupación medioambiental acusaba discursos
que pocos entendían. Y es que estos discursos, redactados en ámbitos urbanos ya
destrozados medioambientalmente, poco tenían que ver con la realidad social y
cultural de una tierra que, sociológicamente, había cambiado también. Habíamos
aceptado monocultivos como solución, porque pocas soluciones más teníamos.
El carbón y la
construcción de esa catedral de humo trajo obreros, dinero… Llenó los bares,
las casas y las timbas. La tierra se hizo híbrida socialmente hablando. El monte
se tiñó de un paréntesis de monocultivo. El Andorra era capaz de ganar al
Zaragoza de Víctor Muñoz.
Cuando todavía
no nos habíamos industrializado ya nos quisieron reindustrializar. La eterna
crisis del carbón, la entrada en la CEE y en la UE y el gravísimo error de
enfoque que produjo las prejubilaciones, construyó una sociedad peculiar,
propia, burguesa… similar a la de otras regiones que sufrieron el mismo
problema. Y en lugar de reindustrializar, de reinvertir, el monocultivo de la
construcción en Zaragoza y el Levante se nutrió también de ingresos que
vinieron aquí pero que no se quedaron.
Los sindicatos
y los partidos políticos poco quisieron hacer, cargadas sus bases de un
criterio monocolor: el interés político a corto plazo. Y los gestores olvidaron
el desarrollo de la tierra entregándolo a fondos y proyectos que pronto
demostraron su gran parte de ineficacia. La sociedad política, que tanto
evolucionó con la lucha y la mentalidad obrera de los mineros, se tornó en
pocos años, a base de subvención y prejubilación, en una sociedad semiurbana,
acomodada, en la cual las hoces, los martillos y las revoluciones se quedaron
como cuentos y fábulas del abuelo, que decía haber hecho mucho, pero que nos
trajo irremediablemente hasta el hoy y el mañana. La dificultad de construir
propuestas críticas de aquellos gastos y subvenciones sigue vigente en la
actualidad. Ocurre un poco como lo de hablar de épocas históricas cercanas de
nuestro país. Todos estaban allí pero ninguno sabía que aquello no era la
solución.
No ha lugar.
Los míos no lo hicieron mal. Pero todos estuvieron presentes como
organizaciones. Todos opinamos. Todos sabemos. Todos sentenciamos. Pero… ¿quién
tira la primera piedra? Aquello no funcionó, y pronto se supo. Café y polígono
para todos. Arreglos de carreteras hacia ninguna parte (y menos mal porque si
por Fomento fuera, allí estarían como camino de herraduras)….
La
reindustrialización, los programas Miner y las prejubilaciones incrementaron la
renta provincial, pero ni impedían la despoblación, ni se reindustrializó el
territorio, perjudicando a parte del terruño que no fue considerado “de primera”
como pueblo minero.
Poco importaba,
mientras unos recibían intentando quizás lo imposible, otros no podían competir
y el último cerraba la puerta.
Todas las
organizaciones políticas y sociales participaron (y participan) en parte de
aquello. El corporativismo llegó para no marchar. Y después de décadas difícil
es oír voces discordantes en dichas instituciones, sean políticas viejas,
nuevas, de centro zurda o lateral derecha. IU, PP, PSOE, CHA, Podemos, Ganar, Cs,
PAR… ¿por? Por corporativismo, por no enemistarte con el vecino o el cuñado. Porque
el partido contrario no te tache de antiturolense, aunque sepas que no hay por
donde cogerlo. Podremos prorrogar hasta el infinito nuestra desdicha como
sociedad política, donde es fácil agarrarse a un clavo ardiendo, pero muy
difícil arreglarnos juntos por los caminos que, nos guste o no, nos lleva la
política internacional del carbón. Y quizás no sepamos o no queramos hacerlo de
otro modo. O, sencillamente, quizás sea tarde porque culturalmente nadie quiera
quedarse. Y pensarán en el pueblo como el recuerdo viejo de aquella España que
nos cuentan los libros; o como el lugar donde se rompe la hora una semana para
dejar de contar años el resto del tiempo. Aunque para entonces pocos conozcan
las oportunidades que perdimos.
No hay quien se
libre. La fuerza del carbón, a nivel social, es imparable. El cigarro se apaga
y no hay quien le ponga el cascabel al gato. Los que cobraron ya han cobrado y
los que no cobran se han marchado o se marcharán. Allí quedarán los restos
industriales para los arqueólogos del siglo XXII, cuando se pregunten… y esta
gente, ¿dónde se metió?
Víctor Manuel Guiu Aguilar
Colectivo
Sollavientos
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