martes, 14 de enero de 2020

SALVAGUARDAR EL PAISAJE DEL MAESTRAZGO



 
Sentirlo cuando el cierzo hiela tu cuerpo entre las veredas flanqueadas por muros de piedra seca. Aspirarlo profundamente al jadear  los días cuando el sol del verano quema tu piel y chapoteas en las frías aguas de la poza del arroyo que  desciende desde las muelas encajado entre rocas con pliegues serpenteantes. Impregnarte leyendo los textos  de literatura de aquellos que de él se enamoraron.
Aquí, la naturaleza y la cultura empapan hasta saturarse los sentidos a través de sus valores ambientales, su arquitectura y sus tradiciones. A lo largo de los siglos sus gentes han modelado este espacio. Al aprovechar los recursos para sobrevivir, conformaron este entorno duro para hacerlo habitable y crear en él un tejido social que ha ido llenando el vacío con historias de amor y de dolor. La aspereza y a la vez dulzura de esta tierra se sustentan en su pasado, el nuestro.
Avanzado el siglo XXI, muchos pensábamos tener asumido el compromiso de conservar este territorio. Y ello, a pesar de ver frustradas expectativas de reconocerlo como Reserva de la Biosfera o como Parque Natural. Hubiera sido ésta una forma tanto de garantizar la preservación de sus valores naturales y culturales en el futuro como de obtener ayuda exterior para aquellos que lo habitan. Quienes han decidido quedarse son los verdaderos garantes de actividades imprescindibles para mantenerlo vivo, principalmente esa simbiosis entre la apuesta por un sector primario de productos de calidad -a lo largo de la historia ha sido la ganadería extensiva la que ha sustentado su economía- complementado con establecimientos turísticos para acoger a los visitantes.  Turistas que llegan hasta aquí, muchos de ellos, en busca de su identidad cultural, la que ven difuminarse en su vida cotidiana por el empuje de la globalización urbana.
Nos sorprende la ocurrencia de vender este paisaje por unos euros y por promesas que se llevará el mismo viento que mueva las aspas de los molinos. La energía eólica constituye, sí, una apuesta alternativa que nos llega por la necesidad de descarbonizar nuestra sociedad. Pero estos proyectos adolecen de un compromiso orientado hacia la reducción del consumo y democratización de los modelos de producción y distribución energética. En estos territorios de montaña, impulsarlos supone sacrificar paisaje, biodiversidad y cultura. Grandes poderes empresariales ven la posibilidad de obtener pingües beneficios en una operación que sangra al medio rural para atender la insaciable demanda urbana. Los parques eólicos tienen su papel en la nueva configuración de la producción eléctrica, pero no son aceptables en todos los lugares. Desde luego, no en las sierras turolenses, una frágil conjunción de biodiversidad y cultura amenazada por la implantación de estos complejos industriales.
Durante las últimas décadas del pasado siglo, la campaña “El silencio habla de la muerte del bosque”, que denunciaba la contaminación desde la central térmica de Andorra, se acalló en las tierras turolenses con el canon que la empresa aportaba a las instituciones públicas. Afortunadamente el bosque resistió, aun cuando laderas de enebros y pinar silvestre amarillearon y murieron, hasta que la alta chimenea de Andorra dejó de emitir SO2, gracias a las inversiones en filtros y la sustitución progresiva del lignito rico en azufre de la cuenca minera turolense. Los bosques también se han ido rasgando al extraer piedra seca, que se exporta hacia las urbanizaciones del litoral mediterráneo. Son bosques de utilidad pública y las administraciones encargadas de su gestión deberían afanarse por conservarlos, porque, en su estado actual son productores de oxígeno, captan y almacenan CO2 de la atmósfera y regulan avenidas de agua. Según la gestión que realicemos en ellos, nos proporcionaran agua azul (para beber) o agua verde (necesaria para mantener vivos los ecosistemas); una mala gestión puede originar agua marrón en forma de contaminación, de torrentes que arrastren lodos.  Son declarados de Utilidad Pública por su contribución en servicios ambientales a la sociedad,  que necesitamos y es necesario perpetuar conservando el estado natural de estos bosques.
Nos presentan los nuevos proyectos eólicos pretendiendo hacernos creer que con ellos impulsan un desarrollo rural compensando con unos pocos miles de euros a pequeños ayuntamientos, que agonizan ante la sangría de su despoblación. No es cierto: estos proyectos continúan apostando por un modelo donde la equidad no existe, eternizando un modelo de desigualdad sacrificando los paisajes más valiosos que todavía hoy conservamos.
La amenaza, que hoy sufren las sierras turolenses ante la instalación de complejos parques eólicos en sus cimas, necesita ser respondida por voces que sienten este territorio a través de las profundas raíces que les unen a él, y no por el interés de enriquecerse a su costa

Ángel Marco Barea

Colectivo Sollavientos


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