No me siento capaz de encontrar una respuesta respecto
al rumbo en que debe encauzar nuestra sociedad para persistir. Sin embargo, soy
consciente de que andamos por el mal camino. Una parte de la sociedad
consumimos compulsivamente más allá de lo que el Planeta puede resistir. La
otra sobrevive sin llegar en muchos casos a cubrir sus necesidades básicas.
La ONU ha lanzado el reto de definir un modelo
de desarrollo sostenible para el año 2030, abrir una ventana pensando en el
futuro. ¿Cómo debe estar integrado el foro desde el que surjan ideas para
salvar el Planeta de todos?
En el Norte somos voraces consumiendo materias
primas. Saciados, vomitamos en el Sur no sólo nuestra basura, también pretendemos civilizar a otros y en el
proceso rompemos civilizaciones y originamos vacíos sociales que generan un
gran sufrimiento a otros pueblos.
La tecnología, dirigida por el mercado, nos impulsa
hacia un determinado modelo de desarrollo, diseña nuestras vidas y se convierte
en motivo de fe para solucionar nuestros problemas. Al contrario que en las
sociedades tradicionales, no son nuestras manos las que deben abrir el camino, nos
creamos dependencia de la tecnología.
Vivimos en una sociedad de riesgos, término
acuñado por el sociólogo Ulrich Beck. Hemos mejorado las condiciones de vida
de nuestra sociedad. Nuestra confianza en el sistema es tal que asumimos los
riesgos que lo acompañan.
Como escribió
Saramago en su novela “Ensayo sobre la ceguera”,
no somos conscientes del verdadero precio que pagamos por nuestro modelo de vida: la explotación del Planeta, el
expolio y opresión de grupos humanos para obtener sus productos, la renuncia a
nuestra libertad e intimidad como tasa
para acceder a la sociedad tecnológica de la información.
Uno de los cambios experimentados por la
aceleración tecnológica ha sido un nuevo
paradigma de estructura social que modifica la pirámide de población. Las
sociedades desarrolladas envejecen y la cúspide apenas se sostiene sobre una
frágil base. En los países emergentes la situación es inversa y ven marchar
generaciones de jóvenes que buscan una oportunidad de futuro. Migraciones que
no somos capaces de asumir y que interpretamos como amenaza frente a la que
elevamos muros, rodeando de una coraza de hierro nuestros corazones para no
sentir la culpabilidad sobre los miles de muertos que el cierre de fronteras
origina.
Por otra parte, la falta de equidad de nuestras sociedades
y los giros que la tecnología impone en los sistemas productivos incorporan una
nueva clase social. La acuñó con el término de infraclase el sociólogo José Félix Tezanos, en el ensayo: “Sociedad dividida: estructuras de clases y
desigualdades en las sociedades tecnológicas”, publicado en la última
década del siglo pasado. La base de la pirámide incorpora un agujero por el que
se cuelan a una bolsa, cada vez mayor, los desplazados del sistema. Población
marginada por la falta de poder adquisitivo que le impide no sólo acceder a una
vivienda digna, a sanidad… tampoco a una formación ni a la adquisición de
instrumentos que hoy comienzan a ser imprescindibles para comunicarse e
informarse en nuestra sociedad (ordenadores, telefonía móvil…). Se suman a esta nueva clase social aquellos
que después de haber vivido como clase acomodada en el sistema, la tecnología
les aparta de su puesto de trabajo. La
infraclase asume el papel de fracaso, se autoinculpa de su situación y no traslada
a la calle la injusticia social que sufre.
En la apuesta por ese horizonte del 2030 nuestra
fe en la tecnología para resolver los retos que el futuro presenta a nuestra
civilización olvida la definición de la comunidad a que queremos llegar.
Satisfacer la necesidad de consumir los nuevos productos que el mercado nos ofrece
supone una intensa niebla, como el smog
generado por la contaminación de las ciudades, que nos dificulta la búsqueda de
un camino a través del que reencontrarnos con los valores humanos.
Nuestra civilización, capaz de explorar el
universo, debe regresar a meditar en torno a la solidaridad y compromiso que
impulse una sociedad más justa. El mercado que mueve recursos financieros en la
investigación para alcanzar esos logros tecnológicos que han revolucionado
nuestra vida, no es capaz de lograr un reparto justo que establezca un modelo
de estado de bienestar para el siglo XXI extensible a todo el Planeta, que no olvide
el respeto a la diversidad cultural. Difícil reto que las máquinas no pueden
aportarnos, al que como humanos no debemos renunciar, alcanzable si utilizamos el
diálogo, el compromiso, los acuerdos y la responsabilidad, herramientas de las
que disponemos.
El triunfo de la capacidad de desarrollarnos
como individuos hemos de ser capaces de acompañarlo con un sentido de
comunidad. Tenemos a la vez la responsabilidad de no denigrar los logros
tecnológicos alcanzados. Hemos de utilizar estas herramientas para avanzar en
formación y en comunicación. Es necesario consumir con responsabilidad. Disponer
de alimentos saludables, una vivienda
digna, atención médica, educación…, debe ir acompañado de desarrollar un
proyecto de vida.
La tendencia de la población a urbanizarse genera inhumanas e insostenibles grandes
ciudades. En ellas se gesta la ciencia, los movimientos culturales, las
decisiones trascendentales…Pero quizás se olvida que hay vida tras sus murallas.
Mirando hacia el 2030 nuestros grandes avances
tecnológicos no pueden llevarnos a encerrarnos en burbujas para protegernos del
exterior. Si es así, habremos fracasado.
Es urgente una gobernanza que a nivel global
vele por el respeto de culturas y establezca nexos de encuentro para sobrevivir.
¿Es posible un sentido de comunidad desde
macrosociedades? No tenemos más remedio que creer que sí, por lo que no
sólo hemos de estar abiertos a incorporar a todos en el debate, sino que hemos
de facilitar los medios para ello.
Desde Teruel deberíamos aportar más allá de, en
ocasiones, injustificadas peticiones de
grandes infraestructuras, nuestra experiencia en la voluntad de encontrar el
camino para seguir habitando este
espacio, con grandes valores culturales y naturales, cuyas condiciones orográficas y
climáticas siempre han dificultado la
habitabilidad; un reto en el que el sentido de comunidad ha aportado un pilar
fundamental para lograr sobrevivir.
Ángel Marco Barea
Colectivo Sollavientos
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