domingo, 14 de julio de 2013

HERIR LA TIERRA







Ángel Marco Barea*

De regreso a casa, las tardes del domingo  son para los naturalistas y los excursionistas momentos tristes. Meditamos al retornar a nuestro quehacer diario tras haber gozado por unas horas del contacto directo con el medio natural, con el medio rural con el que nos identificamos en mayor o menor medida,  en cuanto que  es un referente de nuestro pasado; nuestro nexo de unión con nuestra historia  campesina, quizás muchas veces  idolatrada, pero tan significativa  en esa búsqueda del contacto con la Tierra.
Cuando las gentes de la ciudad reivindicamos la conservación del medio ambiente, no faltan voces de los actuales habitantes  del medio rural recriminándonos  que no nos metamos  en su vida. Nadie duda de que ellos obtienen sus recursos de su trabajo y propiedades  en los pueblos donde viven,  y de que su vida, en mayor o menor medida, está vinculada a la gestión que se haga de ese territorio.  Pero ello no les otorga la capacidad de decidir quién debe velar y opinar sobre los proyectos  de desarrollo y de conservación  que se ciernen sobre esos lugares.
También “los de fuera” nos sentimos obligados a opinar sobre estos territorios que también sentimos nuestros. Lo hacemos desde los sentimientos  que nos inspira el contacto con la naturaleza, no necesariamente sólo la  asilvestrada, también la de los campos cultivados y pastados por rebaños de ovejas, vacas o caballos, presente también en  las piedras labradas que muestran la  historia; desde la  necesidad  de conectar con las emociones mas profundas de nuestro ser. Somos parte de un proyecto común de sistema social, donde el grado de justicia y equidad  es discutible,  pero en el que necesariamente todas las manos son necesarias para auparlo y todas las voces necesarias para entender cada una de las relaciones que lo une y mueve.
El medio rural proporciona no sólo alimentos, también servicios ambientales como son el agua para beber, aire para respirar,  bosques y parameras donde caminar, horizontes abiertos para pensar, otra culturas con las que hablar. La ciudad, tan individualista y consumista como es, es consciente de que el mercado no es suficiente para regular la protección  de esos productos, y por ello apuesta por políticas que  incentivan su  conservación: la Política Agraria Comunitaria para apoyar que los pueblos sigan habitados, no perder la capacidad de producir alimentos de la tierra, y conservar paisajes y biodiversidad en espacios agro-ganaderos; subvenciones para aquellos lugares que hacen una apuesta por un modelo de desarrollo sostenible en torno a espacios naturales o Reservas de la Biosfera; programas de desarrollo rural que dinamicen los sectores sociales rurales para seguir emprendiendo proyectos que garanticen su supervivencia.
Cuando territorios como el Maestrazgo se enfrentan al debate de autorizar proyectos en torno a la extracción de gas por fractura hidráulica, al de autorizar la instalación de aerogeneradores en sus cumbres o al dilema de incorporar al territorio  nuevos proyectos alejados del  modelo agro-ganadero tradicional,  que pueden dañar no sólo sus ecosistemas, también al tejido  social que lo identifica, no deben  exponerse  exclusivamente los beneficios a corto plazo que aportarían a los municipios, propietarios y habitantes. Tampoco deben inclinar la balanza las demandas de la sociedad  industrial que precisa con urgencia de esos recursos a precios competitivos.  En la confrontación de todos los intereses del territorio debemos conocer las dimensiones de la herida  que vamos a infringir    a la tierra para extraer  de sus entrañas sus recursos, y las posibilidades reales de que pueda cicatrizar.

* Colectivo Sollavientos. 

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