Ángel Marco Barea*
De regreso a casa, las tardes del
domingo son para los naturalistas y los
excursionistas momentos tristes. Meditamos al retornar a nuestro quehacer
diario tras haber gozado por unas horas del contacto directo con el medio
natural, con el medio rural con el que nos identificamos en mayor o menor
medida, en cuanto que es un referente de nuestro pasado; nuestro
nexo de unión con nuestra historia
campesina, quizás muchas veces
idolatrada, pero tan significativa
en esa búsqueda del contacto con la Tierra.
Cuando las gentes de la ciudad
reivindicamos la conservación del medio ambiente, no faltan voces de los
actuales habitantes del medio rural
recriminándonos que no nos metamos en su vida. Nadie duda de que ellos obtienen
sus recursos de su trabajo y propiedades
en los pueblos donde viven, y de
que su vida, en mayor o menor medida, está vinculada a la gestión que se haga
de ese territorio. Pero ello no les
otorga la capacidad de decidir quién debe velar y opinar sobre los
proyectos de desarrollo y de
conservación que se ciernen sobre esos
lugares.
También “los de fuera” nos sentimos
obligados a opinar sobre estos territorios que también sentimos nuestros. Lo
hacemos desde los sentimientos que nos
inspira el contacto con la naturaleza, no necesariamente sólo la asilvestrada, también la de los campos
cultivados y pastados por rebaños de ovejas, vacas o caballos, presente también
en las piedras labradas que muestran
la historia; desde la necesidad
de conectar con las emociones
mas profundas de nuestro ser. Somos parte de un proyecto común de
sistema social, donde el grado de justicia y equidad es discutible, pero en el que necesariamente todas las manos
son necesarias para auparlo y todas las voces necesarias para entender cada una
de las relaciones que lo une y mueve.
El medio rural proporciona no sólo
alimentos, también servicios ambientales como son el agua para beber, aire para
respirar, bosques y parameras donde
caminar, horizontes abiertos para pensar, otra culturas con las que hablar. La
ciudad, tan individualista y consumista como es, es consciente de que el
mercado no es suficiente para regular la protección de esos productos, y por ello apuesta por
políticas que incentivan su conservación: la Política Agraria Comunitaria
para apoyar que los pueblos sigan habitados, no perder la capacidad de producir
alimentos de la tierra, y conservar paisajes y biodiversidad en espacios
agro-ganaderos; subvenciones para aquellos lugares que hacen una apuesta por un
modelo de desarrollo sostenible en torno a espacios naturales o Reservas de la
Biosfera; programas de desarrollo rural que dinamicen los sectores sociales
rurales para seguir emprendiendo proyectos que garanticen su supervivencia.
Cuando territorios como el Maestrazgo
se enfrentan al debate de autorizar proyectos en torno a la extracción de gas
por fractura hidráulica, al de autorizar la instalación de aerogeneradores en
sus cumbres o al dilema de incorporar al territorio nuevos proyectos alejados del modelo agro-ganadero tradicional, que pueden dañar no sólo sus ecosistemas,
también al tejido social que lo
identifica, no deben exponerse exclusivamente los beneficios a corto plazo
que aportarían a los municipios, propietarios y habitantes. Tampoco deben inclinar
la balanza las demandas de la sociedad
industrial que precisa con urgencia de esos recursos a precios
competitivos. En la confrontación de
todos los intereses del territorio debemos conocer las dimensiones de la
herida que vamos a infringir a la tierra para extraer de sus entrañas sus recursos, y las posibilidades
reales de que pueda cicatrizar.
* Colectivo Sollavientos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario