El
informe Brundtland realizado para la ONU en 1987, encargado por distintas
naciones, enfrenta y contrasta la postura del desarrollo económico actual al de
sostenibilidad ambiental. En este informe se utilizó por primera vez el término
desarrollo sostenible (o desarrollo
sustentable), definido como: aquel que satisface las necesidades del presente
sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones.
El
nuevo paradigma fue tratado en la Cumbre de la Tierra -organizada por la ONU- celebrada en Río de
Janeiro en 1992
y sucesora de la Conferencia sobre el Medio Humano (Suecia, 1972)-. La
Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo aclara el concepto
de desarrollo sostenible. Invitó a los
Estados, la sociedad civil y los ciudadanos a “sentar las bases de un mundo de prosperidad, paz y sustentabilidad”,
incluyendo tres temas en el orden del día: 1. El fortalecimiento de los
compromisos políticos en favor del desarrollo sustentable. 2. El balance de los
avances y las dificultades vinculados a su implementación. 3. Las respuestas a
los nuevos desafíos emergentes de la sociedad. Dos cuestiones, íntimamente ligadas,
constituyeron el eje central de la cumbre: 3.1. Una economía ecológica con
vistas a la sustentabilidad y la erradicación de la pobreza. 3.2. La creación
de un marco institucional para el desarrollo sustentable.
El sociólogo Ulrich Beck, durante esos años, había definido “La sociedad del Riesgo”: sociedades que han de enfrentarse a los desafíos de una posibilidad, oculta al principio y cada vez más visible después, que ellas mismas han creado: la autodestrucción de toda vida sobre el Planeta. Viene a decir que es una fase del desarrollo de la sociedad moderna en la que los peligros sociales, políticos y ecológicos e individuales, creados por el impulso de innovación, escapan cada vez más a las instituciones de control y protección de la sociedad industrial.
El
camino parecía abrirse al concepto, acuñado por el sociólogo Ernest García: “Cultura de la Suficiencia”. Un
sistema de valores, normas y estilos de vida capaz de regular la forma de
equilibrio y de conseguir significado para ellas; regular satisfacciones “por lo que es bastante”, no por la
expansión ilimitada, siendo conscientes de todo lo que estamos perdiendo.
El
camino iniciado pareció calar en los ciudadanos, que elevaron la crisis
ambiental entre los mayores motivos de preocupación. Pero la crisis del 2008
envió a muchos sectores de clase media a situarse casi o fuera del sistema. Las
necesidades básicas dieron un giro en las prioridades. El medio ambiente y la
sostenibilidad pasaron a ocupar un puesto inferior en las preocupaciones
sociales. La crisis sentó el miedo a la idea de ‘decrecimiento’ en cuanto que
nuestro sistema económico se sustenta en crecer y consumir. Aunque quizás el
término ‘decrecimiento’ no sea acertado para definir el concepto que se
pretende asuma nuestra sociedad como objetivo para sobrevivir.
Hemos
de reconocer que las condiciones de vida de la sociedad moderna han mejorado
respecto a las del pasado. Pagamos un precio por ello. En primer lugar,
acaparar recursos, que en la mayoría de los casos no son renovables, de una forma
desigual entre sociedades y sin tener en cuenta su propiedad intergeneracional.
La huella ecológica, superficie de la tierra (o mar) biológicamente productiva
que sería necesaria para mantener indefinidamente una determinada población
humana con una tecnología y un nivel de consumo material determinados, es
desigual y sin equidad: la de un ciudadano de clase alta de nuestra ciudad y la
de quien ocupa una clase baja; la de quienes vivimos en el mundo occidental y
la de aquellos que viven en países en vías de desarrollo; y, mucho mayor, la de
un ciudadano de los Estados Unidos respecto al resto del mundo. En esta falta
de igualdad, en el reparto de los recursos y en asumir los riesgos de nuestro
modelo de desarrollo, las clases más desfavorecidas y los países menos
desarrollados se llevan la peor parte, lo que ha sido estudiado por el
sociólogo Martínez Alier y definido como “el ecologismo de los pobres”.
Yuval
Nohag Harari, por algunos denominado ‘gurú para el siglo XXI’
a raíz del éxito editorial de la publicación de sus ensayos: Sapiens, Homo Deus, o Lecciones
para el siglo XXI, nos recuerda que la felicidad es bioquímica.
Segregamos endorfinas en la acción de consumir; con ello la insatisfacción es
constante: cuando logramos acceder deseamos más. Contrasta con otros momentos
de la Historia, o en la actualidad con personas de países no desarrollados, no
incorporadas al consumismo, que logran la misma felicidad con mucho menos. Por
ello nos invita a meditar.
Cuestionar nuestros valores es un paso para definir esa apuesta por un modelo que garantice el futuro a la población humana, a poder ser acompañados de restos de compañeros en este viaje: la biodiversidad del Planeta. Porque la felicidad que se logra al entrar en un centro comercial, al comprar el coche último modelo o la joya más preciada, es la misma que logra un cazador cuando abate una pieza, la que satisface un montañero cuando hace cima, la del fotógrafo al tomar una fotografía, y por supuesto la de quien la encuentra al pasear en medio de un bosque o en la paramera extensa, compartiendo experiencias con amigos, o, simplemente al sentirte coherente entre tus principios y tus acciones. Pero no en todos estos comportamientos, que nos hacen ser felices, está presente el impacto ambiental, la insolidaridad, la falta de equidad o el egoísmo.
Ángel Marco Barea
Colectivo Sollavientos
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