Que la apuesta de la civilización occidental por el
desarrollo económico sin medida es la hegemónica no supondrá a estas alturas ninguna
sorpresa. Que el discurso neoliberal en lo político es consecuencia de una
continua insistencia en la narrativa de ese modelo como imperante, único y sin
ningún otro que le haga sombra, es menos definitorio en el ámbito ideológico.
Pero sin duda, aún sin darnos cuenta, también se ha mostrado como hegemónico.
Nuestro día a día en lo social, en lo económico y en lo cultural bebe de ese
discurso, ‘compra’ esa narración y, glorificado por esos lemas sencillos y
concluyentes como “es lo que hay”,
tiene una difícil contestación desde el punto de vista intelectual, pues el
cambio del discurso intelectual requiere tiempo, medición, análisis,
comprensión, debate, libertad y compromiso. Y no estamos para malgastar el
tiempo en un mundo cuyo imaginario popular y narrativo se construye en base a
noticias falsas, medias verdades o textos ridículos o ingeniosos de 280
caracteres.
Casi sin quererlo, o queriéndolo mucho, como argumenta
Daniel Bernabé en su libro “La trama de
la diversidad”, el movimiento neoliberal ha desplazado a la
socialdemocracia y a la democracia cristiana que, con altibajos, venía
defendiendo en lo sociopolítico y en lo económico el modelo del estado del
bienestar, como solución ‘post guerras mundiales’ a la situación de las clases
bajas y obreras de occidente (los otros mundos son otro cantar). La sensación
hegemónica de que todo es economía, todo se compra y se vende ha calado. Todos
los aspectos de la vida se construyen en torno a ese lenguaje, a valorar lo
esencial desde el punto de vista económico del crecimiento.
En política, por ejemplo, no importan las ideas, importa
cómo se venda el producto político, aunque haya que recurrir a mentiras o a
construcciones vertiginosas de la realidad del adversario político. La política
se rodea de marketing, asesoramiento y maldad económica, entendiendo esa maldad
como todos los recursos que se emplean para vender una marca política y que no
se destinan a lo que debería ser esencial, los proyectos y la aplicación diaria
de éstos para construir un mundo mejor. Ante esta afirmación la respuesta
siempre es la misma: todo es economía, lo importante es la economía, si no se
crece no puede haber bienestar.
En educación, por seguir con otro de los pilares del Estado
del Bienestar, el camino es el mismo. Así pues, se implementan aspectos de la
economía transversalmente y se fomentan asignaturas relacionadas directamente
con esa pseudociencia social. Además, no es raro oír a expertos que suelen
hablar de impulsar propuestas educativas de primaria a secundaria en relación a
aspectos económicos dentro del currículo. En cualquier caso, el imaginario
popular es tan claro que estoy convencido que no necesitarían ni a la Educación
como soporte de lo económico como lenguaje principal de lo postmoderno.
Tampoco podemos engañarnos ni asumir responsabilidades
compartidas. Todo obedece a un pensamiento hegemónico real, que vivimos
habitualmente entre nuestros compañeros de trabajo, familia o grupos sociales a
los que pertenecemos. El uso de las palabras obedece a ello. Ahora preferimos
invertir a comprar, asimilamos el lenguaje oferta-demanda comprando barato al
extranjero y por internet mientras cierran nuestros comercios de vecindad, nos
entregamos a los gurús del dinero y de la autoayuda (tanto monta). Cualquier
movimiento social o político aparentemente radical o revolucionario acaba
convertido en presa del mercado y sujeto a sus leyes. Como le ocurre al parado
de la película “Tiempo después” de
José Luis Cuerda, naturalizarlo en el mundo mundial supondrá convertirlo en
súbdito y comercializar el producto revolucionario.
Para el mundo rural, ni el Estado del Bienestar ni el
neoliberalismo actual ha supuesto un cambio que suponga un retroceso del modelo
triunfante y estelar de la vida en la ciudad. Tampoco lo supusieron otros modelos
económicos y políticos como el comunismo, seamos claros. Siempre en permanente
decadencia, el modelo desarrollista sigue siendo utilizado como ‘salvador’ del agro. Así pues, muy pocos hablarán de cambiar la base
cultural y muchos hablarán de infraestructuras, macroproyectos, grandes
inversiones y crecimiento acelerado, subiéndose a cualquier carro de desarrollo
económico como un clavo ardiendo, aún a pesar de saber, en el fondo, que por
mucho que imaginemos de manera común una salvación con reglas antiguas, dichas
reglas no funcionan en un mundo que todavía debemos inventar. Y es eso lo que
acabamos exigiendo a nuestros representantes políticos, no lo olvidemos.
Así pues, los habitantes del medio rural acabamos hablando
en los mismos términos economicistas hegemónicos como hijos que somos de
nuestro tiempo. Los pacientes somos clientes, el dinero público debe de
invertirse con cautela y siguiendo criterios de efectividad, el dinero mejor en
el bolsillo del ciudadano, lo individual por encima de lo colectivo, la
libertad del individuo como recurso fundacional de un futuro lleno de estrellas
y copas de vino caro. Sin contar, por supuesto, la huida hacia delante de las
clases populares hacia el objetivo genérico de ser clase media o de cierta
aporofobia, además de la desunión de clase. Y por ese camino, desde el medio
rural, difícilmente se podrán construir estructuras que apoyen su salvación a
medio plazo, pues somos pocos clientes y los costes en ciertas infraestructuras
son “aparentemente” mayores (si tomamos como indicadores los clásicos de la
economía tradicional). Por no hablar de que la tan manida idea de la libertad
de elección en relación a la vida en un lugar o en otro se condiciona a muchas
variables.
El fundamento de la economía liberal como ideología
superior, desarrollada y generadora de bienestar vino para quedarse. Pero no
hay que lamentarse, también hoy en día, el avance de la tecnología por una
parte y la posibilidad de acceder al conocimiento por otra, puede abrir caminos
que construyan otros puentes hacia el futuro. Recuperar fundamentos colectivos,
aprovechar la ciencia, transitar por la vida con otras moralidades… pueden ser
las consecuencias naturales de narrar la vida con otro punto de vista. Y ahí
las enseñanzas de la vida campesina, si es que todavía no se ha olvidado,
pueden tener mucho que decir.
Víctor Guiu Aguilar
Colectivo Sollavientos
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