Hagan la prueba. Les llevará solo unos días. La España
interior vista desde la literatura, los documentales, las películas, los versos
y las canciones. Espacios infinitos, la paramera donde nadie se halla, el
silencio, el abandono, la falta de comunicaciones, la soledad, la belleza
siempre alrededor de metáforas comunes puestas a punto por miles y miles de
escritores que fuimos y somos. Ah, se me olvidaba, y la puñetera despoblación acompañando
siempre a todo lo que tenga que ver con lo rural.
Esos campos infinitos, ese deambular de bancales
labrados o yermos, de pinares irredentos o sedientos, de caminos con mácula de
tractor o cosechadora, ese territorio para tantos baldíos que no encuentra su
sitio a los ojos de un espectador inexperto pero, desgraciadamente,
mayoritario.
En el siglo XIX los liberales, en su empeño de
modernizar España y, de paso, cambiar las tornas y hacerse los dueños y
señores, viajaban y veían los campos de una manera similar (salvando las
distancias espacio-temporales). Para aquellos “modernizadores” del agro, los
inmensos vacíos eran considerados tierras muertas. Y aquellas tierras muertas
había que (Dios me perdone por la expresión) “ponerlas en valor”. Ellos sabían
perfectamente quiénes eran los propietarios y el negocio que se llevaban entre manos : pasar del vasallaje a la peonada y el respeto al
amo. La tierra era valor seguro y en una España agraria el poder pasaba por su
posesión. Aquellos hombres, que la historia nos muestra con su traje de domingo
y su avaricia emprendedora, supieron jugar sus cartas y, lejos de “poner en
valor” todo lo que tocaban, se quedaron por decreto con las tierras comunales.
El valor de todos se convirtió en negocio de unos pocos, y no estamos hablando
de salvar bancos. De la noche a la mañana las tierras muertas engrosaron las
pertenencias de oligarcas y solo en determinadas zonas de España donde la
propiedad, los minifundios y los concejos eran lo suficientemente organizados y
diversos no se cayó en la explotación colonialista. A los concejos les robaron
una de sus razones de ser: la tierra común, la de todos.
Hoy, muchos de los que recorren nuestras carreteras
observan el paisaje eterno pero creen que no es de nadie. O que es de todos,
que al fin y al cabo no deja de ser lo mismo. Así pues, los herederos de
aquellos liberales emprendedores de salón ven el territorio como tierra ignota
que poner en valor. Y los híbridos urbano-rurales que habitamos aquellas
tierras, alejados del campesinado que besaba la tierra que tanto dolía,
asumimos el pan para hoy porque no hay discurso político y social capaz de, por
el momento, vencer toda esta oleada neoliberal avara y perversa.
En el mundo del valor y del mercado todos queremos
más. Una herencia hoy es una carga, salvo que tu pueblo esté lo suficientemente
cerca de un centro urbano y la especulación te haga rico un buen día. O salvo
que un gigante quijotesco que produce energía se asiente en tu bancal yermo y
te hagan creer que eres miembro del consejo de una gran multinacional
eléctrica. Lo que está claro es que esos ojos que miran el paisaje como sitio donde
hacer son incapaces de ver los siglos de sus surcos, los animales escondidos,
las aves, el vecino con su bastón o la épica de la resistencia.
Hoy son molinos donde hay paisaje y valores que se
venden y compran. Mañana será una cuadrícula trazada con escuadra y cartabón en
un ordenador último modelo de unas oficinas capitalinas. Cada pueblo tendrá su
propio Congreso de Viena a quien reclamar si es que puede. Y cuando en las
colonias interiores no haya aborígenes suficientes con los que parlamentar, las
mentes avaras que no ven más allá de sus mapas de colores y sus nombres en
inglés sabrán que habrán triunfado de nuevo. Porque saben que el viento corre
de su parte y que se suele vencer más por agotamiento que por convencimiento.
Pero, ¡ojo!, el convencimiento también puede ser un arma poderosa cuando las
gentes que no reblan sepan que, detrás del paisaje y de la tierra, hay voces
que cantan también que otros futuros son perfectamente posibles en éste. No
queda sino batirnos.
Víctor Manuel Guiu Aguilar
Colectivo
Sollavientos
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