Como es bien sabido, el
mamporrero es un profesional que ayuda a la reproducción de animales
domésticos, sobre todo a los caballos, aunque no únicamente. El mamporrero
prepara a la yegua, estimula al caballo… y guía adecuadamente su porra con la
mano para facilitar la penetración.
Por alguna extraña razón, el
vocablo “mamporrero” tiende a utilizarse casi como un insulto, cuando no
debería ser así. Quizá sea por lo escatológico, escabroso y procaz de la
situación descrita, quizá porque pueda ser un sinónimo de acciones menos nobles
que la reproducción y selección animal. No creo que sea por el carácter
economicista de la acción (buscar la máxima y mejor producción), frente a
actitudes más ecológicas, como defender la selección natural y la vida en
libertad de los caballos. En todo caso, el noble oficio del mamporrero ha sido
injustamente denigrado.
Y es que, en realidad, la
dignidad del mamporrero no se basa en la acción por sí misma, sino en la forma
en la que es llevada a cabo y en su objetivo final. Por ejemplo, un geólogo que
estudie la estratigrafía de las arcillas en las cuencas cretácicas turolenses
no puede ser considerado peyorativamente un mamporrero de las empresas mineras
que las explotan a cielo abierto, que hincan sus palas excavadoras en los
mejores agujeros, y los dejan sin restaurar.
Existen tareas de mamporreros
en todos los sectores, actividades y oficios. Son los que preparan el terreno
para que otros ejecuten la acción, desde el lazarillo que ayuda al ciego a
introducir su voto en la urna, hasta el técnico de un consulting que hace los estudios y consigue los permisos para que
una empresa pueda actuar en un territorio con fines poco nobles. En el mundo de
la energía eólica, por ejemplo, se ha llegado a una especialización tal, que hay
empresas cuyo cometido es hacer proyectos, otras conseguir autorizaciones, y
otras poner el capital para ejecutar las actuaciones. ¿Son los primeros y
segundos los dignos mamporreros de los terceros?
No es fácil ser “mamporrero
eólico”. En primer lugar, la yegua no es suya. Han de convencer a particulares
y poderes públicos de que les dejen hincar los molinos en montañas ajenas. Han
de convencernos de que su potrillo será de la mejor calidad, limpio y veloz.
Han de conseguir cuadras adecuadas para ejecutar la penetración. Para ello, han
de convencer a los propietarios de que el espectáculo merece la pena y que
podrán cobrar algo por ello. Y han de conseguir que, al dueño de los caballos,
al que invierte en alazanes blancos, le resulte rentable la producción.
El problema es que no es nada
agradable ver cómo los molinos penetran nuestras montañas para siempre, sin que
acabe nunca el acto, hasta que se derrumbe el caballo de pura vejez.
Alejandro J. Pérez Cueva
Colectivo Sollavientos
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